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Derechos retrógrados





En el fondo, mi ruina no es consecuencia de un exceso, sino de falta de individualismo. El único paso vergonzoso de mi vida, el único imperdonable y por siempre despreciable, fue atreverme a dirigirme a la sociedad en demanda de ayuda y protección.
Oscar Wilde

En nuestra lucha contra el poder irrestricto, esa enfermedad que afecta a muchos políticos, los avances merecen la celebración. Es una contienda que no cesa, exigiendo las mayores precauciones a quienes se interesan por el mundo libre. Recordemos que, en más de una oportunidad, hemos provocado retrocesos, permitiendo un sometimiento del cual no cabe sino la censura. Ello demanda que la vigilancia sea constante. Aclaro que, al plantear una obligación como ésta, no pienso en las autoridades o representantes ciudadanos, cuyos vicios son harto conocidos. Es una misión que compete a cada uno de nosotros; toda renuncia debe juzgarse riesgosa, una peligrosa estupidez. Lo dispone así la conservación de las facultades que, en distintas épocas, gracias a esfuerzos y disputas, tanto físicas como intelectuales, consolidamos para beneficiarnos.
Sin lugar a dudas, el reconocimiento de un derecho puede ser entendido como una conquista que favorece a su titular. La regla es que, para conseguirlo, se recurra a protestas, movilizaciones e incluso medidas violentas, pues, en general, quienes ejercen el poder no ceden, con facilidad, ante tales requerimientos. Es que, al convalidar una prerrogativa, se limitan las atribuciones, potestades y discrecionalidad del gobernante. En esta lógica, cualquier libertad que se admita, con su correspondiente garantía, sería positiva. Todo derecho debería ser concebido como algo loable, evidenciando una mejora que valdría nuestro respaldo. El problema es que, desde hace varias décadas, nos encontramos ante un escenario bastante nocivo. Aludo al fenómeno de multiplicar derechos, esencialmente superfluos, para ensombrecer o aun liquidar las victorias clásicas frente al absolutismo. De modo tal que pasamos del reconocimiento de lo indispensable para el individuo, siempre valioso, a la confusión colectivista.
Nadie niega que los derechos reconocidos por el Estado sean diversos. Si bien existió una armonía inicial, forjada en principios de la modernidad, los tiempos venideros engendraron conflictos al respecto. Hubo supuestas conquistas, de carácter colectivo, que entraron en disputa con lo conseguido en esa gloriosa época. Para muchos sujetos, orientados por ideas sin cordura, no bastaba que, como Locke, hablemos de vida, libertad o propiedad. Es correcto que, en una primera instancia, se propugnó la necesidad de complementarlas, invocando el bien común y otras patrañas demagógicas. Aquello fue una falacia; la finalidad era fulminar una base signada por el individualismo, esa molestia para los defensores de fórmulas totalitarias. Es el impulso de una desgracia que no parece tener colofón.
Nunca faltan los argumentos para socavar el poder del individuo, reflejado en sus derechos y garantías. Se simula predilección por la igualdad, expresando que nuestras libertades le resultarían perjudiciales. El grupo, sociedad o colectividad promovería un orden que se sustenta en ese valor. En este afán, ningún límite sería aceptable. Todo estaría permitido con el propósito de realizar ese anhelo. Se hace mención también a la justicia. Pero no debe imaginarse cualquier modalidad; se consiente sólo la de naturaleza social. Ambos conceptos se levantan como sustituto, complemento o condicionamiento de la libertad. Debemos saber que, cuando se avanza en ese cometido, la barbarie nos acecha. Ocurre que, mientras los derechos individuales son una usurpación al poder, un verdadero progreso, aquéllos de carácter colectivo implican nuestro menoscabo.

Nota pictórica. Un secreto de Estado es una obra que pertenece a John Pettie (1839-1893).

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