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Un delirio alimentado por Galeano





El Universo se compone de dos partes. De un lado, América, ciudadela de la reacción; del otro, el resto de la Tierra, donde moran los que resisten, campo revolucionario por esencia...
Jean-François Revel

La muerte del autor más celebrado por la izquierda en Latinoamérica vuelve necesario el cuestionamiento de su obra. Contrariamente a lo creído por incontables personas, las ideas pesan en la marcha de individuos, grupos y sociedades. En consecuencia, no es aconsejable que, bajo ninguna excusa, se desprecien las especulaciones sobre nuestra realidad. Lo único que cabe aguardar cuando hay este desdén, bastante nocivo, es el triunfo de proyectos fundados en disparates. Porque, si no se combaten con críticas racionales, tonterías pueden servir para derrotar genialidades. Aunque parezcan un engendro de la fantasía, como pasa con las explicaciones forjadas por Eduardo Galeano, sería una fatalidad dejarlas impunes. Por cierto, en los textos del citado autor, encontramos premisas que merecen ataques: reflexiones ligadas al nacionalismo, tercermundismo, indigenismo, etcétera; empero, conviene apuntar a una fobia mayor.
Galeano fomentó una tradición intelectual que, desde 1898, con un artículo de Rubén Darío que fue publicado en El Tiempo, de Buenos Aires, donde escribió que los yanquis eran “aborrecedores de la sangre latina”, marca a esta parte del mundo: el antiamericanismo. Vale la pena recordar que tal corriente, perjudicial para una comprensión satisfactoria de la realidad, tuvo como representantes a Vargas Vila y Rodó, asimismo al renombrado Paul Groussac, entre otros pensadores. Se presentaba a Estados Unidos como un monstruo que procuraba sólo saciar ansias imperialistas, además de amparar un sistema en el cual lo espiritual fuese relegado. Porque la cultura estadounidense debía rechazarse debido a su brutalidad, el menosprecio de cuestiones que sólo distinguirían a los latinos, hombres que no venerarían el dinero ni adorarían las fábricas.
El rechazo al país norteamericano se relacionaba con problemas de la segunda mitad del siglo XIX. La derrota de España en 1898 no provocó sólo que grandes intelectuales, como Unamuno, Macías Picavea y Costa, plantearan una regeneración, pues ya la situación era juzgaba insostenible, si se pretendía brindar una solución efectiva a los problemas de sus coterráneos. Fue también ese suceso, sumado a lo que había pasado antes con la anexión de Texas, así como las disputas con México, un hecho que, prácticamente, liquidó casi por completo la fascinación que había ejercido Estados Unidos en esta parte del mundo. A partir de ese momento, las responsabilidades por golpes, corrupciones y cualesquier estropicios tendrían un solo culpable, tan externo cuanto ajeno a nuestras simpatías.
Subrayo que no siempre hubo esta clase de animosidad, pues intelectuales como Alberdi, Sarmiento y, con reservas, Francisco Bilbao consideraban la sociedad estadounidense como un ejemplo a seguir. Con todo, su línea, que, a veces, llegaba al extremo de la fascinación por Estados Unidos, no fue la que triunfó. Hoy, como a comienzos del siglo XX, cuando el país de Lincoln parecía crecer a costa del prójimo, se preserva la creencia mayoritaria de que ellos son responsables de nuestras miserias; por ende, no inspiran imitación ni, peor aún, fraternidad. Es bueno acotar que el antiamericanismo no es una invención del pensamiento latinoamericano. Efectivamente, son europeos quienes, conscientes del progreso material que alcanza esa potencia, cuestionaron su inferioridad cultural. No es desquiciado plantear que todas esas animadversiones buscan evitar el reconocimiento de la superioridad del sistema patrocinado por dicho país: el liberalismo.

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