Equilibrar un gran Estado o sociedad,
sea monárquico o republicano, mediante leyes generales es obra de tan gran
dificultad que ningún ingenio humano, por muy capaz que sea, puede llevarla a
cabo con sólo la razón y la reflexión.
David
Hume
Las ideas se pueden
convertir en fuentes de tormentos. No importa que su empleo sea bastante común;
habrá siempre la posibilidad de tornarse devastadoras. Nunca faltan los sujetos
que las utilizan como estandartes y, sin vacilar siquiera un instante,
legitiman cualesquier agresiones para defenderlas. Esto exige que hasta las
nociones más desgastadas merezcan una consideración especial. Ahora bien, en
política, aunque sean diferentes los conceptos que demandan su análisis, uno
sobresale con fuerza, pues resulta imprescindible para nuestra comprensión de
la realidad: el poder. Varios autores se han aventurado a facilitar su entendimiento;
sin embargo, toda época es adecuada para promover discusiones al respecto. No
se espera menos de una palabra que ocasiona profundas e imperecederas disputas.
En
su genial libro El crimen de la guerra,
Juan Bautista Alberdi definió al poder como una «extensión del “yo”, el
ensanche y alcance de nuestra acción individual o colectiva en el mundo, que
sirve de teatro a nuestra existencia». Aun cuando esta concepción tenga una
índole filosófica, interesa porque coloca el acento en la inclinación a
expandirse, su principal particularidad, lo que genera conflictos. No descarto
que, aunque deseen dicho crecimiento, haya personas incapaces de abandonar todo
freno moral; empero, lo usual es hallarnos frente a una situación en la cual se
releguen esas limitaciones. Resalto que, en cualquier ámbito, el solo hecho de
la expansión no debe juzgarse negativo. La objeción se presenta cuando se lo
hace a costa de la dignidad del semejante, ejerza o no éste sus derechos
políticos.
Con certeza, en sus distintas variantes, el
poder no está libre de la inclinación a expandirse. Por esta razón, se insiste
mucho en la necesidad de limitar las potestades del Ejecutivo, Legislativo y
Judicial, porque son potencialmente opresivos. Propugnar sus restricciones no
es una exquisitez intelectual que sea infértil. El respeto a esa postura nos
permite la presencia de un orden civilizado. En consecuencia, reconociendo la
imposibilidad de su desaparición, puesto que causaría daños severos, el reto es
lograr el mayor equilibrio entre esos poderes. Lo que se busca es evitar un
dominio creciente, hambriento, descontrolado de quienes sean sus responsables. Conocemos
que, al suceder algo como esto, nuestra libertad es la primera en caer. Así, el
rechazo a la esclavitud nos transforma en partidarios de aquella idea.
Pero
el equilibrio de poderes es un concepto que se aplica asimismo en la sociedad
civil. El tema no se agota en discutir acerca de autoritarismos presidenciales,
mediocridades del parlamento y corrupciones litigiosas. Sería ingenuo suponer
que solamente en esos ambientes es posible la persecución del sometimiento más denigrante.
Pasa que, fuera del terreno político, contamos con poderes diversos, desde
intelectuales hasta económicos, los cuales influyen en el desarrollo de
nuestras relaciones. En el afán de crecer, sus titulares pueden librar
conflictos que, al final, no sirvan sino para perjudicarnos. Porque, en lugar
de anular un poder, es preferible su vigencia para fines dialécticos. Se sabe
que, gracias a esas confrontaciones, el progreso asoma entre nosotros. Es una
soberana estupidez plantear que todos nuestros males terminarían con la
glorificación de un solo poder, incluso siendo éste cívico. Desde luego, para
evitar una desarmonía tal que afecte la vida en común, es preciso que busquemos
también allí esa medida de sensatez.
Nota pictórica. Cruzando el vado es una obra de Alfred
Munnings (1878-1959).
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