Una de las contradicciones fundamentales del relativismo cultural
consiste en que el respeto a las culturas ajenas, el reconocimiento del otro,
lleva inevitablemente a admitir culturas que no reconocen ni respetan al otro.
Juan José Sebreli
La historia está sobrecargada de hombres que celebraron el
aniquilamiento del prójimo. En muchas ocasiones, el festejo por esa eliminación
ha sido solitario; sin embargo, la modalidad colectiva nunca dejó de
castigarnos con su presencia. No aludo a muertes que se producen cuando las
personas optan por la guerra, ese invento tan extremo cuanto indispensable para
resguardar condiciones mínimas de civilidad. Es que no todos quienes participan
en un conflicto bélico ansían la extinción del contrario; una obligación, a
menudo cuestionable, ha puesto en ese jaleo a individuos
con reservas al
respecto. Descarto, pues, a ese tipo de combatientes para ilustrar mi
afirmación. Lo que imagino, cuando formulo esa opinión, es un escenario en el
cual hay sujetos dispuestos a justificar cualquier ensañamiento para conseguir
la imposición de sus dogmas. Según esta óptica, la persuasión no se origina en
discusiones abiertas, ya que sus verdades serían incontestables. El recurso de
la dialéctica en este campo resulta ilusorio. El medio del triunfo ideológico
es la violencia. Las equivocaciones de los demás son puestas en evidencia
gracias a su deceso. De esta manera, encontramos gente que siente auténtica complacencia
cuando toma un cuchillo y acaba con el semejante. No hay pesar, sino la satisfacción
de contribuir a que sus ideales homicidas se hagan realidad.
Si bien los entusiastas de las masacres no han
desaparecido, su rechazo acompaña el progreso del mundo. No desconozco que
nuestro avance haya tenido dificultades, así como retrocesos; es un
despropósito divulgar hechos inexistentes como ése. La marcha que se inició
hace miles de años ha sido ardua, pero, afortunadamente, provechosa para
quienes aprecian la libertad. Este tránsito ascendente puede ser notado merced
a diversas conquistas. La censura del celebrador de crueldades antihumanas
refleja un adelanto que no debemos desamparar. La noción de dignidad, reconocida
como criterio universal que sirve para desaprobar conductas, vuelve imposible
su aceptación. Esta resistencia se hace mayor cuando el amante del
encarnizamiento trata de motivar sus acciones con argumentos éticos,
ideológicos o religiosos. Tiene que parecernos troglodita el fundar
perversidades en ideas de esa índole. No defiendo la indiferencia; por el
contrario, estoy convencido de que un hombre sin convicciones profundas destila
imbecilidad. El punto es que ni siquiera la salvaguarda más firme debe implicar
nuestra deshumanización. Si rebasamos ese límite, forjado por el esfuerzo de
generaciones que nos precedieron, nada grato puede ocurrir. Será entonces la
fuerza el árbitro que dirima nuestras disputas, condenándonos a una pugna
perpetua en donde los razonamientos no tengan cabida. Por consiguiente, no cabe
realizar concesiones que menoscaben ese logro.
En 2004, indignada todavía por los ataques a las
Torres Gemelas, Oriana Fallaci lanzó un libro que, desde su perspectiva,
defendía al mundo occidental. El volumen, titulado La fuerza de la razón, es un alegato contra los fundamentalistas
del islam. No se trata de un panfleto, aunque el estilo es incendiario, patentizando esa
marca que caracterizó a su autora. Son páginas que muestran cómo un proyecto de
vida en común peligra por una tolerancia excesiva. En nombre de este valor, primordial
para terminar con las teocracias, se han vetado cuestionamientos sobre genuinas
barbaridades que son perpetradas a diario. Tendríamos el deber de abstenernos a
criticar las atrocidades cometidas por sus representantes, pues hacerlo
revelaría prepotencia. Correspondería la contemplación de cualesquier agresiones,
sean verbales o físicas, que afecten a quien no halla indignante ese proceder. Mas
perder el derecho a juzgar lo que hacen los otros, aun cuando presuman de
comunicarse con sus dioses, se constituye en una estupidez superlativa. Es
inaceptable que se impida el reproche de esas abominaciones. Su pretensión de
instaurar un orden que consagre la sumisión, sancionando a disidentes, contradictores
o herejes debe ser aborrecida. No propugno el inicio de una cruzada en favor
del laicismo; lo que subrayo es esa cobardía expuesta por nuestro silencio.
Yo pienso que las creencias de un degollador no
merecen respeto. Ninguna concepción sensata de la tolerancia me obliga a tener
otra postura. No me importa que, supuestamente, mediante prácticas de tal
calaña, asciendan a los círculos más elevados del firmamento. Nadie está
prohibido de abrigar ilusiones que sean reprobadas por sus contemporáneos; en
ese campo, la libertad se sobrepone al imperio del censor. No obstante, cuando esos
delirios están secundados por las brutalidades, impidiendo debates en favor del
sometimiento más salvaje, es necesario reaccionar con firmeza. Frente a esos
peligrosos absurdos, no se admite la excusa del relativismo. Es una posición
estúpida, además de letal, que no debe consentirse. Las polémicas para rebatir
sus postulados son urgentes; el veto de la corrección política tiene que levantarse,
pues sus restricciones amenazan con amargarnos por largo tiempo. Por lo tanto,
despojándonos de diplomacias perjudiciales para el acceso a la verdad, tomemos
la palabra y denunciemos las atrocidades que procuran pulverizar una sociedad
en donde los hombres pueden ser autónomos. Esas utopías que cortan cabezas para
preservar sus premisas, subyugan a mujeres con el propósito de conservar un
régimen cavernario, entre otras necedades, no tienen por qué observarse sin una
mirada crítica. Abstenernos de hacerlo, incluyendo la omisión ante actos
violentos, es un camino seguro al suicidio.
Comentarios