Debemos cuidarnos de cometer un error equivalente al de los “marxistas”,
es decir, ver en la liberalización del mundo soviético… ¡una necesidad
histórica!
Guy Sorman
Tras haber llenado el planeta de humillaciones, servidumbres, torturas,
asesinatos y millonarios con aval gubernamental, los experimentos del
colectivismo parecían llegar a su fin. Se agotaba la penúltima década del siglo
XX; los ciudadanos de países adscritos al socialismo, en sus distintas
variantes, ya no tenían paciencia. El desprecio a sus proyectos individuales,
incluyendo la pretensión de no ser controlado por ningún burócrata, se hacía
inaguantable. La falta de respeto a su libertad había sido consentida por
demasiadas generaciones; en consecuencia, los cambios se tornaban imperiosos. No
es falso asegurar que aun el hambre impulsó movilizaciones de hombres contrarios al sistema defendido por la U.R.S.S. Claro que, para evitar un
desmoronamiento inmisericorde, se planteó a quienes protestaban la posibilidad
de consumar algunas reformas. Había la esperanza de frenar un avance que
amenazaba con pulverizar sus privilegios. Sin embargo, no se confiaba en los
miembros del partido para realizar las transformaciones que, si se procuraba
vivir con dignidad, debían considerarse imprescindibles. Las mentiras del
partido, así como el cinismo de los gobernantes, perdieron eficacia. El mandato
era terminar con una calamidad que, nacida como sueño, había producido las más
indecibles pesadillas. Era el momento ideal para recuperar un poder que, en
nombre de una utopía, se había quitado groseramente.
Pocos años han sido tan libertarios como el de 1989. En
marzo, los independientes obtuvieron el 15% de las bancas del parlamento
soviético. Aun cuando el régimen del partido único se mantenía firme, las
disidencias comenzaban a ganar vehemencia. Esa situación, indiscutiblemente
antidemocrática, era censurada gracias a la voluntad de los votantes. No pasaría
mucho tiempo hasta que la hoz y el martillo dejaran de mortificarlos. Tampoco
se consentía la vigencia del esperpento en China; pese a ello, el grito por una
realidad menos infame originó allí un crimen mayúsculo. Por suerte, los muertos
de la plaza Tian Anmen no abandonaron este mundo en vano. En junio, el mismo
mes de la masacre, los polacos dieron la victoria a Solidaridad, empezando su
emancipación del oprobio comunista. Lech Walesa, un electricista con compromiso
ciudadano, consolidará luego ese avance que no recurrió a la violencia para su
establecimiento. Así, hubo también reestructuraciones en Hungría, donde se
restableció el multipartidismo, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumania, que sirvió
de tumba para el tirano Ceaucescu. Con todo, si se pidiera elegir un solo
acontecimiento, uno que, de mejor forma, sintetizara ese fracaso del socialismo,
deberíamos pensar en Alemania. Su capital hizo posible que, a nivel internacional,
contempláramos un triunfo sublime de la libertad.
Sin lugar a dudas, la caída del Muro de Berlín es un
recuerdo perpetuamente grato. Cada golpe con martillos, combos y picos era el
desahogo de las personas que fueron obligadas a callar durante mucho tiempo.
Esa gente no tenía derecho a viajar adonde le ofrecieran buenas condiciones de
vida, debiendo resignarse al tormento de la economía planificada y el
terrorismo de Estado. Siendo imposible la conquista por medios persuasivos,
pues las patrañas del catecismo ideológico resultaban inútiles, quedaba sólo la
fuerza para no perder a los oprimidos. El panorama se había vuelto tan adverso
para las autoridades que construyeron esa abominable muralla en 1961. La
valentía de los individuos que apostaban por una sociedad sin tonterías
colectivistas hizo factible su desplome. No obstante, ni siquiera esa victoria
en un territorio sometido al control de los soviéticos, cuyas amenazas poseían
aun tono nuclear, tendría que haber servido para pregonar el descalabro
definitivo del adversario. Es comprensible que, en ese ambiente de júbilo
liberal, se soñara con la desaparición del marxismo. Son diversos los autores
que no pensaban sino en la celebración del triunfo. Pero hubo otros intelectuales
que, como pasó con Burke y la Revolución francesa, prefirieron una reacción
moderada. No se negaba el progreso; empero, había motivos para desestimar la
euforia.
Ralf Dahrendorf fue uno de los pensadores que no se
sumaron al optimismo del momento. Como cualquier persona que detesta los
autoritarismos, él no sintió pesar por los gobernantes caídos. Mas, desde un
principio, advirtió que las expectativas podían generar cuantiosas e
irreparables frustraciones. Ocurre que, contrariamente a lo esperado por muchos
sujetos, adoptar un modelo democrático no implicaba la solución pronta de todos
los problemas. En cuanto a la libertad económica, su aplicación estaba lejos de
producir beneficios inmediatos. Por consiguiente, no bastaba la proclamación
del cambio en favor de los mercados libres, puesto que el camino hacia mejores
días conllevaba incesantes y grandes esfuerzos. Lo malo es que, una vez abatido
el muro, numerosos hombres se ilusionaron con la llegada de un futuro perfecto.
Se creyó asimismo que, siendo victorioso, el liberalismo no necesitaba de
ningún otro trabajo para probar su validez. Revelando ingenuidad y estupidez,
se entendió que el discurso de la dictadura del proletariado no seduciría a
nadie más. Veinticinco años después, aunque sin el riesgo bélico de entonces,
hallamos todavía regímenes que se adhieren a esa corriente; peor aún, nos
topamos con multitudes ansiosas del sometimiento. Debemos reconocer que faltó
proceder con mayor prudencia. Teníamos que haberlo concebido como una de las
inagotables batallas con ese monstruo. Tal vez, si hay fortuna, el próximo festejo nos encuentre menos cándidos.
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