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Centenario de un autor ensombrecido





La gloria se equivoca casi siempre y rara vez se adquiere por motivos que podrían justificarla.
Ernesto Sabato

No fue sólo amigo de Borges, con el que regaló al mundo creaciones indignas del olvido. Reducirlo a esa condición refleja una censurable incultura. Creo que, aunque se pierda en la contienda, quien aspire a no desencadenar insultos debe luchar contra esa insensatez. Es innegable que, al pronunciar su nombre, uno recuerde las genialidades consumadas bajo el seudónimo Honorio Bustos Domecq. Por otro lado, no cabe desdeñar ninguna de las antologías que gestaron juntos, evidenciando su profundo apego a los libros. Se trató de una relación que, iniciada en 1932, sería generosa hasta el final. La utilidad del vínculo tiene que merecer una valoración especial. Porque son múltiples los argumentos de narraciones que fueron analizados por ambos autores, procurando el hallazgo del mejor. La trama era muy importante para ellos; sin embargo, lo fue asimismo el sentido del humor. No es raro que su esposa, la brillante Silvina Ocampo, hubiese destacado las risotadas causadas por bromas inventadas cuando se reunían. Sin duda, fueron personas que, pese a la diferencia de edad, se influyeron mutuamente, por lo cual es justa su asociación, mas insuficiente para una correcta ponderación. Pasa que Adolfo Bioy Casares forjó una obra capaz de consagrarlo, sin colaboración alguna, entre los escritores más sublimes del planeta.
Nacido el 15 de septiembre del año 1914, nuestro literato no tuvo una vida cautiva por los libros. Es correcto que fue un autor precoz, al margen de bastante prolífico. Por cierto, en una ocasión, expresó que nunca le faltaban los proyectos literarios. La pesadilla de no llenar una hoja en blanco jamás lo acechó. Resalto esto porque la suya no era una escritura frívola, mediocre, indigerible; sus párrafos reflejan un trabajo que muchos plumíferos del presente son incapaces de realizar. No obstante, como ya lo precisé, su existencia fue igualmente fértil en otros terrenos. Debemos pensar en alguien que gustó del campo, el tenis, las películas, la música y, sobre todo, los amores. Numerosas de sus páginas –en especial, aquellas que tienen carácter íntimo– demuestran su fascinación por el otro sexo. Ruego que no se imagine un artista enamoradizo, idóneo para ser víctima de traiciones y juegos sentimentales. Su situación era distinta. Salvo la relación con Silvina, los vínculos de Bioy estaban signados por el placer, esos deleites que se resisten al imperio del conservadurismo. Esto lo supo desde que, cuando era un mozalbete, la hija de sus caseros le “hizo conocer la topografía del cuerpo femenino en una glorieta de laureles”. Como sucedió con sus tramas, las conquistas no cesaron hasta cuando, a los 84 años, el organismo impuso la conclusión de su aventura.
Al igual que otros grandes hombres, don Adolfo no terminó ninguna carrera en la universidad. Estimo que, si lo hubiera hecho, no habríamos tenido el gozo de leer relatos admirables. Es grato que no todas las personas incurran en la estupidez de glorificar un título. Él estudió para ser abogado, pero advirtió pronto su escaso interés en ese ámbito. Además, debido a sus aficiones intelectuales, cometía exageraciones que aterrorizarían a incontables alumnos. Por ejemplo, en una oportunidad, tal como contó a Fernando Sorrentino, leyó 6.000 páginas para rendir un examen de Derecho Internacional Público. Era, pues, excesivo que gastase tanto tiempo en una formación alejada de la relacionada con su vocación. Apunto que intentó con otra disciplina, registrándose en la Facultad de Filosofía y Letras; empero, se sintió allí bastante distanciado del universo literario, donde divisaba su futuro. A propósito, para probar a los padres que abandonar el campus no era consecuencia de su haraganería, pidió administrar una finca familiar. El fracaso fue contundente. Inepto para esos menesteres, acertó al reconocer su derrota y alentar la composición de obras que le otorgaron reconocimiento a nivel mundial. No existe mejor camino que aquél en el cual nuestro espíritu prevé su destino.
Entre otras cosas, debo a Bioy Casares la dicha de leer frases tan ingeniosas cuanto amenas. El volumen Descanso de caminantes contiene anotaciones que, con facilidad, se instalan en la memoria para tener siempre importancia. Admito que, en esta era de diplomacia desproporcionada, donde una imbecilidad como la corrección política se ha tornado imperativa, su agudeza podría considerarse inaceptable. Hay ejercicios de mordacidad que ofenderían a varias minorías. Yo celebro que se haya manifestado así. La libertad no tiene por qué ser limitada cuando resulta molesta, incómoda, incluso antipática. Debe acentuarse que, a diferencia de otros mortales, sus observaciones no son rabiosas, sino bendecidas con gracia, la suficiente para enfadar al partidario del autoritarismo. Esas virtudes se notan, verbigracia, cuando embiste a quienes creen en las tonterías de la izquierda. Si bien no le interesó ser un intelectual comprometido, contaba con la lucidez suficiente para identificar esos desvaríos. Se puede tener humor, pero también decir que una doctrina, ideología o utopía es un colosal despropósito. No se esperaba menos de alguien que, desde su primera juventud, leyó a Kant, apreció la libertad, elogió al excepcional Voltaire y, con justicia, detestó a Rousseau, promotor de las tiranías mayoritarias. Es imposible conciliar la inclinación por esos pensadores con proyectos que plantean el fin del individuo y su autodeterminación. Una razón más para festejar su centenario.

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