Habéis recorrido el camino que va desde el
gusano hasta el hombre y mucho del gusano existe todavía en vosotros. Un día
fuisteis simios y hoy sigue el hombre siendo más simio que cualquier simio. El
hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre.
Friedrich
Nietzsche
En 1930, José Ortega y Gasset publicó La rebelión de las masas, una obra que
le aseguró un sitio privilegiado entre los pensadores del mundo entero. Si bien
es verdad que sus meditaciones han sido empleadas para suscitar debates sobre el
estado de las comunidades occidentales del siglo XX, es todavía dable discutir
al respecto. El problema percibido entonces no ha dejado de agudizarse. Hoy, pese
a los años transcurridos desde aquel suceso, existe un razonamiento suyo que
resulta bastante útil para aventurar una mejor comprensión del presente: «La sociedad es siempre una
unidad dinámica de dos factores: minorías y masas». Sin importar su nacionalidad, no habría
sociedad que careciese de dichos elementos. Cada uno contaría con su
naturaleza, características y funciones; por tanto, la minoría o élite –palabra
de uso común en política– tendría
diferencias fundamentales con las masas. Los individuos, jamás
condenados a cumplir ningún destino, podrían optar por cualquier categoría.
Tristemente, lo normal es que nuestros semejantes se inclinen por engrosar las
muchedumbres, renunciando a la posibilidad de ser guías o, aunque sea,
partidarios del cambio cultural. Esto traería consigo una resistencia mayor a
valores, principios, máximas e ideas que, a lo largo del tiempo, hicieron
posible nuestro progreso. Sólo la ignorancia puede contribuir al aborrecimiento
de las personas que participan en los círculos rectores. Nadie debería excluirse
de acceder a esa instancia.
La élite puede ser
concebida como el grupo que orienta y dirige cada sector de una sociedad.
Cuando se trata de una que cuenta con carácter político, ya que tienen varios
tipos, su particularidad es tomar e imponer decisiones al resto, las cuales
están ligadas a la conducción del Estado. Por otro lado, cuando se habla de
masa, normalmente, uno hace referencia a una gran cantidad de personas que,
debido a su número, puede influir en el desenvolvimiento social. Hasta aquí,
como se habrá notado, la diferencia es cuantitativa; sin embargo, hay también
criterios cualitativos que deben atenderse al razonar en torno a los mencionados
conceptos. El más importante es cuánto poder se tiene, esto es, la capacidad de
influir y gestionar asuntos que creemos públicos. Según una explicación elemental,
las masas no tendrían esa potestad, que podría ser política, económica o
ideológica. En el caso de la élite, nos encontramos frente a un conjunto
coherente, con convicciones, portador de una consciencia que le da sentido. La
situación de la masa, muchedumbre o mayoría, como quiera denominársele, es
distinta, puesto que no hallamos consciencia uniforme, coherencia ni
organización. Un inconveniente aparece cuando, en lugar de usar su fuerza para
contribuir a la emancipación del hombre, las élites promueven la masificación
de los individuos. Se incumple así una de las tareas fundamentales que tiene
todo liderazgo: promover el mejoramiento del panorama actual.
Es igualmente viable
hacer la distinción entre masa y élite a partir de sus representantes. Pasa que
el hombre-masa, común o promedio, se caracteriza por exigir que sus deseos sean
satisfechos sin retraso, a cualquier costo, y, además, no valora los esfuerzos
que, durante las pasadas centurias, se han realizado para mejorar sus
condiciones de vida. En pocas palabras, no aprecia las conquistas de la
civilización ni le interesa estimar aquellas instituciones que fueron
levantadas para su beneficio. Desea ser conducido, anhela el sometimiento, conforme
a la crítica de Thomas Carlyle, para quien esas miserias ocasionan la intervención
del héroe. En las élites, cuando hay preocupaciones racionales y culturales, se
puede conocer a sujetos con reflexión crítica, pero conscientes de las
dificultadas que conlleva impulsar el avance de la sociedad. Desde luego, esto
no significa que todos los integrantes de las minorías sean ilustrados,
bienhechores, ejemplares; los años nos han demostrado que esas cualidades no
son imprescindibles para asumir la misión de orientar a las demás personas. El
propósito no es idealizar la realidad; tiene que trabajarse para corregirla, mas
considerando las limitaciones y falencias humanas.
En nombre de una
democracia ideal, exaltada por la izquierda con regularidad, se ha pretendido
luchar contra las élites. La presencia de éstas implicaría que neguemos esa
forma gubernamental. Lo real es que, aun cuando haya elecciones tan frecuentes
cuanto democráticas a carta cabal, nunca faltarán los grupos que asuman la labor
de dirigir, por lo cual sus responsabilidades son mayores. No obstante, una
dificultad se hace evidente cuando a los ciudadanos no les preocupa fiscalizar sus
actuaciones. Abandonar esta obligación cívica equivale a facilitar el
surgimiento de mandarines. Es que los dirigentes pueden tomar medidas que sean
lesivas a nuestros intereses. Asimismo, la élite política perjudicaría si fuese
cerrada, impidiendo su renovación y evitando la conquista del poder en un
ambiente de libre competencia, idóneo para gente que resguarda su autonomía. Un
ejemplo claro de este mal se da en Cuba, Corea del Norte y todo país donde se sufre
por el sistema del partido único. Sin duda, tiene que hablarse allí de
regímenes oligárquicos. En síntesis, el elitismo o la aristocracia del espíritu
no es contrario al sistema democrático. Está claro que esas minorías tienen
gran relevancia, pues, como es sabido, la forja, cuestionamiento y
transformación de valores pasa por su acción. La regla es que las masas se
limiten a imitar, obedecer, circunscribirse a lo dispuesto por quienes sí están
en condiciones de crear. Por este motivo, no habría que plantear forzosamente
una confrontación entre masa y élite; lo que debe preocuparnos es su
interrelación, la armonía que se precisa para lograr adelantos que favorezcan a
todos.
Nota pictórica. Las piedras es una obra de Joza Uprka (1861-1940).
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