Así como no debemos dar la
misma ventaja al verdugo y a la víctima, al bien y al mal, no debemos tolerar
la neutralidad ni la condescendencia abierta con respecto a todos los regímenes
de discurso, incluso los de pensamiento mágico.
Michel Onfray
Según Immanuel Kant, la filosofía
mundana, distinta de aquélla que tiene carácter académico, cuenta con cuatro
preguntas fundamentales: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo
esperar?, y, por último, como resumen de lo anterior, ¿qué es el hombre? Si
bien es cierto que ese autor asocia el tercer interrogante con la religión,
destaco que una confesión, sin interesar sus particularidades, procura también
regir el comportamiento de las personas. En otras palabras, gracias a sus
dictados, los individuos sabrían qué hacer, permitiéndose la elección de lo
bueno. Esos mandatos colocan la libertad en un marco para su ejecución;
excediendo estos límites, el sujeto sería susceptible de sufrir una sanción,
aunque sea de tipo interno. Es la consecuencia de transgredir disposiciones
que, concorde con su tradición, fueron establecidas para favorecer a todos. Ocurre
que, además de influir en la conducta individual, esa creencia puede tener
importancia cuando se trata de organizar nuestra convivencia, especialmente al
momento de regular el ejercicio del poder. Así, en su génesis y desarrollo, lo
político puede toparse con la religión, sea entendida ésta como fe, asociación
de creyentes o institución que la administra.
En su conexión con el
poder, política y religión nos ofrecen conceptos de gran utilidad. En primer
lugar, subrayo la idea de teocracia, un despropósito que continúa teniendo
admiradores. Es verdad que los regímenes de motivación divina ya no poseen la
fuerza del pasado; sin embargo, incrementándose el fanatismo a diario, no cabe
descartar su expansión. Los experimentos asiáticos del islamismo demuestran que
las victorias de la tolerancia no fueron definitivas. El legado de los
pensadores ilustrados no habría sido preservado con la rigurosidad que se
precisaba. Aunque parezca delirante, se defiende todavía la existencia de clérigos
con privilegios, quienes tomarían las decisiones más relevantes sobre nuestra
situación. Como el feligrés, a diferencia del ciudadano, está privado de
cuestionar esa casta rectora, huelga decir que dicho sistema propicia la
sumisión y el silencio. Por fortuna, la domesticación nunca es
total. Hasta con una fe inconmovible, habrá siempre gente que censure las
determinaciones de sus autoridades, falibles como cualquier mortal. Un orden
que vete esa posibilidad impide el derecho a dudar, una facultad tan valiosa
cuanto vital para el crecimiento de cada persona. Por esta razón, no hay
anticlericalismo que sea indigno del debate sin condenas prefabricadas.
Conocidos los males
de las teocracias, conviene resaltar la relevancia del laicismo. Esta doctrina plantea
la independencia del hombre, sociedad o Estado, respecto a toda confesión u
organización religiosa. Siendo imposible la proclamación del triunfo de ninguna
fe, nos queda ser tolerantes, organizando nuestras relaciones ciudadanas
sin subordinarnos a ese orden espiritual. Los gobernantes no tienen que invadir
tal ámbito de la vida privada. Compete al hombre tomar esa decisión, jamás baladí,
a partir de los conocimientos y experiencias que tenga. Garantizar esta
facultad es una prueba indiscutible de progreso. Esto no quiere decir que la
totalidad de sus creencias nos resulten indiferentes. Únicamente mientras
coincida con reglas elementales de coexistencia, inspiradas en la protección de
los derechos individuales, un culto no debe ser perturbado por las leyes. En
este sentido, corresponde que se reconozca un margen para esa dimensión humana,
lo cual autoriza la relegación del relativismo. Conforme a una perspectiva occidental,
se ha llegado a la certera conclusión de que no todas las pasiones del ser
humano son encomiables. Lo mismo pasa con sus confesiones. Desde el canibalismo
hasta las mutilaciones, hallamos prácticas que no merecen nuestro amparo. A
veces, la paz social puede exigir que, aun cuando se originen en la consciencia
del hombre, donde las normas externas no imperan, algunas acciones sean castigadas.
No niego la valía de los
que, como Bertrand Russell o Fernando Savater, sin invocar ninguna religión, contribuyen con sus reflexiones a nuestra convivencia. Esa clase de pensadores intenta
que los problemas sean resueltos merced a la razón y, en ocasiones, el
sentimiento, pues éste integra igualmente nuestra naturaleza. No obstante, debe
reconocerse que una creencia puede ayudar a fundar valores compatibles con la democracia.
Hay normas que se hace necesario cumplir, pues, de lo contrario, la vida no
sería posible. Por ejemplo, la prohibición de robar, predicada por la ética
judeocristiana, es útil para dirigir, con sensatez, el actuar del ciudadano. Rechazar
que las órdenes de una autoridad pública estén por encima de los códigos morales,
incluyendo al religioso, es asimismo positivo. Con todo, debemos ser cautelosos
para evitar la presencia del fundamentalismo. Estoy de acuerdo con el aprecio
por la moralidad en política; empero, los fanatismos no conducen sino al
abismo. Cuando esto pasa, se destruyen los límites políticos y místicos, facilitando
el surgimiento de teocracias. Resalto que no es lo único negativo, pues la
radicalidad de un devoto puede implicar el desdén hacia los asuntos del Gobierno.
Un creyente que, con su cinturón de dinamitas, anhela convertir el mundo en una
iglesia es tan peligroso como quien vive sólo para el futuro celestial.
Adoptando cualquiera de estos modelos, la ciudadanía crea su propio infierno.
Nota pictórica. La caída de los ángeles rebeldes es una
obra que pertenece a Pieter Brueghel el Viejo (1525-1569).
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