Pero la persona también fue importante,
porque es difícil siempre ser fiel a uno mismo durante toda una vida, sin
dejarse domesticar por nada ni por nadie, tratando de mantener incólume la independencia
y de manifestar libremente la rebeldía cuando se terciara.
Juan Gallardo Muñoz
Aunque ningún individuo esté condenado a transitar el camino de sus
antecesores, pues es factible crear una ruta singular, incluso contradictora
de la familia, hay fenómenos que nos afectan con intensidad. Un comportamiento,
al igual que una o más ideas, puede resultar decisivo cuando se forja el
carácter. En el caso de Octavio Paz Lozano, poeta, ensayista, dramaturgo,
periodista, profesor, diplomático y filósofo, la combinación de las letras con
el compromiso político obedece a una herencia que merece admiración. Ireneo
Paz, su abuelo, fue un escritor que no tuvo problema en recurrir a las armas
para salvaguardar sus convicciones liberales. Su ejercicio del periodismo reflejó
el rechazo a las infamias de quienes gobernaban México. Hizo lo posible por
contribuir a que terminaran las arbitrariedades de Benito Juárez. Por otro lado,
Octavio Paz Solórzano, el padre de nuestro intelectual, sirvió con su pluma e
ingenio a Emiliano Zapata. Se trató de una persona que, francamente, creía en las
reformas planteadas por ese revolucionario. Con seguridad, pese a sus
diferencias ideológicas, ambos ascendientes mostraron actitudes que serían
adoptadas por el autor de Las peras del
olmo, permitiendo su distinción del resto.
Nacido en un año nada sereno, 1914, Paz nunca se sintió cómodo con el
sometimiento. Su rebeldía se notaría pronto, en la escuela, cuando, junto a
José Bosch, organizó una sublevación de naturaleza estudiantil. Tenía quince
años; no obstante, gracias a ese compañero de aventura, contaba entonces con
lecturas que versaban acerca del anarquismo. En cuanto al pensamiento político,
cabe aclarar que, como sucedió con muchas personas, fue seducido por el
socialismo. Eran posturas razonables en un ambiente que no admitía otras
alternativas para protestar contra las miserias de la época. Se confiaba en la
izquierda para extinguir las injusticias, engendrar un mundo que no consienta
ofensas. Su convicción era tan fuerte que, en ocasión de la Guerra Civil de España,
escribió un maravilloso poema, «¡No pasarán!», exteriorizando gran indignación.
El año 1937, aprovechando su estadía por un encuentro literario y político en
Valencia, intentó dejar los papeles para defender la República. Era un dictado
de sus creencias; permanecer al margen del conflicto le parecía inadmisible.
Por suerte, para la literatura, se lo persuadió de aportar a esa causa en otros
terrenos. Actuó con ese afán, dedicando varias páginas a la defensa del régimen
que consideraba legítimo. Al final, sus instigaciones no sirvieron para impedir
la victoria del franquismo.
Durante su estancia en la conflictiva España, nuestro literato se
percató de lo perjudicial que ya era el estalinismo. Aun cuando el bando de los
republicanos estaba compuesto por izquierdistas, los partidarios del camarada rojo
imponían sus normas e infligían castigos. No querían que nadie tuviera
independencia de pensar o actuar; sin salvedades, todos debían someterse a sus
determinaciones. Eso, que fue criticado por George Orwell en Homenaje a Cataluña, generó animosidad
en Octavio Paz. Los años le serían útiles para consolidar su repulsión a la
dictadura soviética. Por cierto, él fue uno de los escritores que, sin
cobardía, censuró las prácticas totalitarias del comunismo en Rusia. Son
cuantiosas las hojas que consagró a la exposición de tales abominaciones. Jamás
le interesó complacer a los otros socialistas que, como sea, evitaban cualquier
autocrítica para no facilitar las refutaciones del capitalismo. Tenía mayor
importancia preocuparse por los individuos que, bajo la excusa de construir el
paraíso igualitario, eran constreñidos a ser siervos. Esto no significaba
relegar el marxismo, que hallaba todavía rescatable; sin embargo, la fascinación
por la ideología justificaba su moderación. Los desastres del colectivismo, así
como sus carnicerías, le harían pensar luego que el liberalismo democrático era
el mejor modo civilizado de convivencia.
La justicia fue un valor importante para el nobel de Literatura del año
1990. Las desigualdades lacerantes entre los miembros de una sociedad no le
parecían aceptables. El legado de su estirpe lo llevaba también a luchar por
los sujetos menos favorecidos. Mas esta misión no la cumplió como un vulgar y
descerebrado militante de un partido. Las doctrinas pueden orientarnos en la
busca de mejores situaciones; empero, es menester oponerse a su endiosamiento. Esto
lo diferenció de muchos intelectuales que, en lugar de pensar con libertad,
prefirieron el fanatismo, la radicalidad absurda, los sectarismos. Su relación
fue particularmente difícil, hasta feroz, con los apóstoles de la izquierda
latinoamericana, esa gente que, desde hace tiempo, repite las mismas sandeces. Les
exigía que reflexionaran con seriedad, realizaran propuestas capaces de ayudar
al saneamiento del Estado y la sociedad. Era en vano. Como pasó con Neruda, trovador
de Stalin, la tozudez no cedía espacio para reconsiderar posiciones
ideológicas. Su catecismo no sufrirá cambios ni cuando caigan nuevos muros. Las
críticas que le hicieron no pusieron en duda su lucidez; tampoco, por
supuesto, socavaron la credibilidad moral de Paz. Es deseable que la obra de un
hombre soberano y genial como él nos provoque siempre. Para molestia de sus
atacantes, espero que así sea.
Comentarios