Se espera que los
tecnólogos diseñen artefactos, como máquinas y procesos industriales o
sociales; también se espera que sirvan a sus clientes o a sus patronos, quienes
buscan su pericia para propiciar sus intereses económicos o políticos.
Mario Bunge
No hay
ciencia sin libre desenvolvimiento del espíritu. Cuando es restringida la
capacidad de pensar, dudar y criticar, el acceso al conocimiento se torna
difícil, salvo que alguien anhele una realidad marcada por las falsedades. No
es fortuito que, durante la Edad Media, el estancamiento haya sido lo normal; al
consentir sólo dogmas, los debates concluían del peor modo posible. En más de
una oportunidad, el fuego fue usado para terminar con los cuestionamientos a
las verdades oficiales. No se concebía la posibilidad de reconsiderar juicios,
menos aún someterlos a procesos que permitan una verificación imparcial. Por
suerte, gracias a trasformaciones que se produjeron con ineludible violencia,
el oscurantismo fue socavado de modo paulatino. Acaso su derrota definitiva sea
imposible; no obstante, muchas de sus tonterías se identifican hoy sin grandes
inconvenientes. Es útil apuntar que, para consumar esa gesta, la razón tuvo un
protagonismo indiscutible. La orientación de nuestra vida no podía sino mejorar
merced a sus dictados. Teniendo como meta contribuir al bienestar del hombre, sus
recursos debían recibirse siempre con júbilo. Consiguientemente, desde su campo,
los aportes de mayor esplendor eran factibles.
Desafortunadamente, por diferentes causas, tal como lo
han explicado Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, la razón se redujo a un
instrumento que podía servir para concretar cualquier empresa. No interesaban
los fines que una persona procuraba obtener; lo racional era elegir medios,
facilitar el cumplimiento del objetivo. Así, la tecnología fue aumentando su
poder, pues sus practicantes no formulaban ninguna pregunta en relación con los
alcances últimos de las tareas que realizaban. Ellos podían gozar de cierta
libertad, aun contar con recursos ilimitados para materializar sus ideas;
empero, se les negaba el derecho a juzgar el propósito del trabajo al que
debían aplicarse. Siguiendo esta lógica, hubo regímenes que, empleando sus conquistas para esparcir el horror, contravinieron los
impulsos de quienes entendieron la ciencia como un camino al progreso. Es improbable que, sin los avances de
la informática, el holocausto del nacionalsocialismo se hubiese llevado a cabo
con tanta eficiencia. En general, careciendo de técnicas administrativas, ningún
tirano hubiese identificado y eliminado a sus enemigos. En síntesis, esta concepción
exenta del control de las normas éticas ha beneficiado al mundo de la barbarie.
El prestigio que tienen la ciencia y las innovaciones
tecnológicas entre los individuos, sean éstos oficialistas u opositores, puede evitar
problemas a un gobernante. Existen pocos espejismos tan fascinantes como
aquéllos bendecidos por los artefactos de última generación. Podríamos estar en
un país rezagado, miserable, flagelado por las hambrunas; no obstante, los
habitantes se sentirían a un paso del desarrollo si sus autoridades mostraran adelantos
de tal índole. No habría una reflexión seria acerca del vínculo que tienen sus
penurias con la novedad. Como ha ocurrido en diversas ocasiones, podría
tratarse de una compra exagerada, dispendiosa e innecesaria. Todo esto quedaría
relegado en favor de la ilusión. Estimo que a la patriotería corresponde una
enorme responsabilidad en un absurdo como éste. Lo menos digerible es que, utilizando
ese tipo de tácticas, un autócrata puede simular éxito, asegurando triunfos en el
ámbito electoral. Es intrascendente que, en cuanto a mente y prácticas
políticas, sea un cavernario. Por desgracia, las urnas no se resisten a la
glorificación de un déspota.
Las bombas atómicas, prodigios del ingenio de los
hombres, pueden convivir con la esclavitud. Es también dable que un dictador
recurra a los encantos de la tecnología para comprar satélites, pero, al mismo
tiempo, incurra en prácticas retrógradas. Lo anoto porque, antes de
obsesionarse por las exquisiteces del área científica, un ciudadano debería
preguntarse sobre necesidades más cercanas que le impone su situación. La
presencia de instituciones que resguarden sus derechos, aunque sean violentados
por los gobernantes, debiera preferirse a coberturas interplanetarias. El paso
a esa clase de órdenes fue lo que nos alejó del salvajismo; entretenernos con
máquinas prescindibles, cuyas adquisiciones acostumbran ser corruptas, favorece
a quien se inclina por el autoritarismo. Nunca olvidemos que actúan con la intención
de exponer un panorama supuestamente civilizado. Suponen que, al exhibir inventos
de países avanzados o recitar datos del terreno macroeconómico, todos se
decantarán por alabar su magnificencia. Lo ideal es que, en lugar de ovaciones,
reciban insultos y querellas. Es que, respecto a las materias consideradas fundamentales, sus sociedades no alcanzan los límites superados hace varias
décadas en distintas partes del planeta. Mientras esa gente se ocupe de los
asuntos públicos, lo único seguro es una convivencia signada por abusos y
brutalidades oficialistas.
Nota
pictórica. El campamento es una obra
que pertenece a Sidney Nolan (1917-1992).
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