Casi siempre que tomó postura
política se encontró solo, acosado por la izquierda y la derecha más radicales.
Fernando
Savater
Al igual que pasó con Mario
Vargas Llosa, mi fascinación por el primer Sartre fue profunda e inmediata. Siendo
venerador de la libertad, leer El
existencialismo es un humanismo se convirtió en una experiencia
incomparable. Sus páginas albergaban argumentos que desestimaban toda
dependencia; correspondía a cada uno asumir su soledad, pero también legislar
para el universo. Asimismo, gracias a los trabajos iniciales de aquel filósofo,
uno advertía cuánto poder tenían las letras. Era todavía posible que, como en
la Ilustración, los escritores suscitaran transformaciones estructurales. No
obstante, ese compromiso que pregonaba el autor de Las palabras sirvió luego para legitimar regímenes autoritarios. Su
radicalidad, consustancial con la intolerancia de los que se presentan como
auténticos revolucionarios, olvidó al individuo para glorificar un sistema, una
infamia colectivista y perversa. Le faltó mesura, una virtud que su
contradictor más insigne, Albert Camus, no dejará de amparar hasta cuando la
muerte lo encontró en 1960.
Nacido
en una familia pobre de Argelia, el 7 de noviembre del año 1913, Camus fue un
intelectual que no miró las injusticias con indiferencia. Su talento le hubiese
permitido, sin mayores inconvenientes, un ejercicio de la literatura que no
implicare responsabilidad alguna. Como Wilde, él pudo haber optado por
despreciar los asuntos políticos. Procediendo así, el esteticismo hubiese
ganado a un majestuoso representante. Pero eludir esa realidad en la que no
faltaban causas de indignación, las cuales exigían su escritura, habría sido
una equivocación incalificable. No puede negarse que la tarea era difícil. Se
trataba del camino menos sencillo. Lo más fácil era usar la pluma para respaldar
a los opresores, promoviendo suplicios que debían tolerarse en nombre de un
orden reinante. Jamás hubo escasez de pensadores que, con gusto, se dedicaran a
componer versos en favor del tirano, partido u oligarquía mandante. Mas esos
constructores de paraísos no contarían con su aprecio. Nuestro escritor tenía
la convicción de que su misión era distinta. Según su óptica, debía estar al
servicio de los que padecen la historia. Esa gente que, pese a las promesas de
una posteridad venturosa, no convive sino con la miseria, en sus diversas
expresiones, merecía su apoyo.
Su
compromiso contra las amarguras políticas se evidenció originalmente en el
teatro, una pasión que lo cautivó sin cesar. Con su compañía, un grupo que,
como en el fútbol, lo instruyó sobre temas morales, presentó la adaptación de
la obra El tiempo del desprecio, firmada
por André Malraux. El suceso tiene relevancia porque es la primera crítica del
nacionalsocialismo que realizaba un escritor. Era 1935 y el planeta no sentía aún
los pavores de la conflagración; empero, ya se tenía hombres que no creían en
las ideas redentoras. Poco después, el repudio a la guerra que produjo el
deceso de su progenitor en 1914, cuando Camus tenía un año, sería relegado para
oponerse al terror. La literatura será entonces útil para enfrentarse al anhelo
de someter el mundo libre. Con este objetivo, invitado por Pascal Pia, se unió
a la red que, entre otras actividades, publicaría Combat, medio en donde llegó a ocupar la dirección. Como había
sucedido al comienzo de su labor periodística, cuando escribió en el Argel Républicain para denunciar abusos sociales,
ese oficio hizo posible repudiar las abominaciones del momento. En cuanto a los
ataques al fascismo, resalto que las acciones de nuestro autor no se limitaron
al campo literario. Acontece que, utilizando el nombre de Albert Mathé, ejecutó
tareas que ayudaron a la Resistencia. Por consiguiente, no hay que imaginarse
un escribidor reacio a soportar el riesgo.
Durante
un lapso menor, las batallas de Camus fueron institucionalizadas.
Efectivamente, en 1935, procurando aportar al mejoramiento de un panorama
social que consideraba negativo, el Partido Comunista Francés aceptó su
afiliación. En pugna con el espíritu libre, la militancia duró apenas un par de
años. Una ruptura con el Partido Popular Argelino provocó su alejamiento. De
ahí en adelante, sus críticas no tendrían que respetar ningún catecismo
ideológico. Aunque solidario con los semejantes, para quienes deseaba una vida
digna, sus contiendas lo encontrarían solo, desprovisto del cobijo, a menudo
asfixiante, que pueden brindar las facciones. Esa falta de correligionarios,
superiores o discípulos se hizo más patente, así como dolorosa, cuando publicó El hombre rebelde, un ensayo que cuestiona
los sacrificios humanos para sustentar cualquier endiosamiento de la historia. Su
postura era firme: no había doctrina que justificara el crimen, las
atrocidades, los campos de concentración ni la dictadura. Era imprescindible
que, frente a los adoradores de las aniquilaciones del rival, alguien reivindicara
sus límites. Todos tenían derecho a concebir utopías; no obstante, nadie estaba
legitimado para usar la fuerza y concretar sus desvaríos.
Los
últimos años del creador de La caída
pusieron nuevamente a prueba su prudencia. Desde 1954, los partidarios de la
descolonización argelina recurrieron a la violencia para conseguir su
propósito. El Gobierno de Francia no demoró en reaccionar con rigurosidad.
Albert Camus, contrario a los extremismos, propuso una tregua civil. Como
sucedió con la pena de muerte, el terrorismo y las bombas atómicas, por citar
algunos ejemplos, su rechazo al colonialismo era inequívoco. Sin embargo, temía
que, tras la independencia, operara sólo un cambio de víctimas. Continuaría
habiendo un trato injusto; la diferencia estaría en que los europeos sufrirían
sus consecuencias. Con todo, siendo inobjetable la existencia del problema, lo
que planteó fue una solución conciliatoria, el federalismo. Merced a este invento,
las diferentes comunidades podrían establecer normas de convivencia que viabilizaran
su armonía. Por supuesto, sus detractores se multiplicaron. Había un
desquiciamiento casi unánime, en virtud del cual lo razonable quedaba excluido.
No importan los hechos posteriores; en ésa y otras controversias, su aparente
candidez era preferible al dogmatismo del cadalso. Por cierto, reconociendo su
incompatibilidad con los fundamentalismos sanguinarios, declaró en una ocasión:
«No estoy hecho para la política porque soy incapaz de desear o de aceptar la
muerte del adversario». Es indiscutible que, si su conducta hubiese sido imitada
por varias personas, nos habríamos ahorrado la construcción de muchos
cementerios.
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