Es preciso
denunciar el error y la mentira
aunque la verdad no se imponga nunca.
Víctor
Massuh
Antes que proliferen
los discursos, la demagogia y las amenazas a Estados Unidos, conviene hablar
sin miedo alguno. Estamos acostumbrados a que se tergiversen los hechos para
legitimar un poder indigno; transitando este camino, las mentiras son centuplicadas
en torno al gobernante. Debido a ello, proclamar la verdad se vuelve arduo,
peor todavía cuando las urnas han servido para facilitar su encubrimiento.
Porque quien consigue la gloria gracias al engaño, así sea éste leve, hará lo
imposible por defenderlo. Su versión de la historia procurará hacerse venerar, criticando
el desenmascaramiento que pueda devastarla. No importa que haya la posibilidad
de ser desmentidos, pues nunca faltan los héroes del espíritu crítico; ellos
apuestan por trastocar cualesquier antecedentes. Lo terrible es que, sin interesar el
nivel de inverosimilitud, sus creyentes crecen hasta la saciedad. De esta
manera, la devastación del mito es una misión que trae consigo un rechazo multitudinario.
Con todo, es plausible tomar la palabra e intentar la rectificación del yerro.
Tal vez alguien se percate de cuán falaces son los fundamentos del proyecto
reinante.
Sánchez
de Lozada fue derrocado por sujetos que despreciaban las reglas democráticas.
Esos mortales anhelaban ejercer su magistratura; sin embargo, les parecía
intolerable aguardar durante los años que se confería al mandato presidencial.
En su opinión, la exigencia de respetar un periodo establecido por las leyes
era una insensatez; el encumbramiento resultaba imperioso. Es correcto que, tras
la caída, pospusieron esa usurpación, pactando una tregua con quien regía este
país. No fue una recapacitación moral lo que causó esa consecuencia, sino la
preparación del despropósito. Se necesitaba de mayor tiempo para profundizar el
caos y, simultáneamente, fraguar las medidas que destruirían la obra levantada
hasta ese momento. Llegaría pronto la hora de incurrir en una nueva revolución,
ese fenómeno que jamás ocasionará daños menores. Como sucedió en el mundo
antiguo, la barbarie impulsó una cruzada contra lo poco que cierto apego al
racionalismo había consolidado. En ese lapso de gestación, tuvieron que simular
su gusto por las formalidades republicanas, así como el respeto al ciudadano.
No tendríamos que aguardar demasiado para notar cuán monumental fue su
impostura.
Aunque
grupos e intelectuales de izquierda tuvieron protagonismo en la defenestración,
no dejo al Movimiento Nacionalista Revolucionario y sus aliados sin culpa.
Muchos militantes del oficialismo no dudaron en medrar a costa de los
individuos que componen esta sociedad. No creo que haya un solo hombre capaz de
reivindicar una honradez absoluta. Es conocido que cuantiosos integrantes de
esas fuerzas aumentaron su patrimonio merced al latrocinio. La corrupción no
fue inventada por el actual Gobierno; los masistas han sido solamente más
desvergonzados. Por otro lado, destaco que, salvo excepciones, la mediocridad
era el común denominador en esa burocracia. No existía la ordinariez de los
tiempos plurinacionales; empero, lo excepcional era ser lúcido. En varias
ocasiones, los espacios públicos fueron el escenario de disputas que negaban
nuestra racionalidad, pues la estupidez imperaba sin problemas. Es irrefutable
que, cuando sus practicantes tienen un rango muy bajo, amparar las normas del
Estado de Derecho se hace dificultoso. Lo ideal hubiese sido que los propios
partidos efectuaran su saneamiento, excluyendo a quienes no tenían ética ni
cultura democrática. Este prodigio no se produjo en ninguna de las facciones
que tenían vigencia.
Una
década después del golpe, el azar de la economía es útil para engañarnos. Los
precios internacionales y la fabricación de droga evitan que las idioteces del
régimen originen su cambio. Como se sabe, sólo una minoría tiene intereses que
trascienden lo material. No obstante, es preciso señalar que los males de hace
diez años continúan con vida. Incluso, habiendo un mínimo de franqueza,
tendíamos que reconocer su agravamiento. Hoy, en las instancias
gubernamentales, la desfachatez alienta el orgullo de ser corrupto, autócrata e
imbécil. No interesan sus revueltas verbales; desde el siglo XIX, los vicios se
han mantenido invariables. El mayor absurdo ha sido pretender la eliminación
del pasado para iniciar una era supuestamente original. Éste es el cuento que
funda su romanticismo en torno al derrocamiento de 2003. Con el fin de consagrarlo,
no titubean cuando, cada octubre, los muertos deben usarse como estandartes. Lo
raro es que nadie los acuse de haber provocado su deceso. Nada esperanzador ha
emergido de tal acontecimiento. Si algún valor tiene, es el de recordarnos que
son aún incontables las personas dispuestas a celebrar la victoria del
retroceso. Acoto que, mientras los golpistas gobiernen, la justicia será
inaccesible.
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