Desde la Antigüedad
clásica se sabe que, bajo ciertas circunstancias, los regímenes democráticos
pueden degenerar y convertirse en sistemas autoritarios. En cambio una genuina
democracia está basada en factores argumentativos y deliberativos, y estos
últimos no son el fuerte del actual modelo civilizatorio.
H. C. F. Mansilla
Tal como
lo precisa Ferran Requejo Coll, el prestigio de la democracia es un fenómeno
que puede considerarse reciente. Desde que, en el siglo V a. C., Herodoto usó
esa palabra para referirse a la organización política de Atenas, reinante tras
las reformas consumadas por Clístenes, sus críticos han sido numerosos. En
efecto, durante las diversas épocas, encontramos personas que censuraron esa construcción.
Platón, Thomas Carlyle y Jorge Luis Borges son apenas tres de los cuantiosos
individuos que no la estimaban digna del afecto. En muchas
oportunidades, la historia nos ha mostrado que ese tipo de regímenes puede ser
destruido por elementos externos, pero también corrompido como consecuencia de
cuestiones propias de su naturaleza. Esto justifica, en suma, hablar de los enemigos e
insuficiencias que, a distintos niveles, tienden al aniquilamiento del sistema glorificado
por Pericles. Quizá estos razonamientos sirvan para evitar el surgimiento de
problemas superiores entre los hombres.
Según
las enseñanzas del filósofo Raymond Aron, la democracia es un régimen que tiene
una esencia inestable. Lo anoto porque éste es un atributo que puede ser
perjudicial para su vigencia, constituyéndose en una de sus debilidades. Sucede
que, cuando se trata de un
orden democrático, a diferencia de lo acontecido en una dictadura, la paralización es imposible. Habrá siempre sujetos que
tengan demandas insatisfechas, quejas sin finitud, por lo cual perseguirán el
poder –o sólo cambiar al gobernante– para terminar con sus necesidades. Tomando
en cuenta que, por principio, todos están facultados para acceder a la
competición democrática, esto puede generar disputas intensas, perturbándose el
funcionamiento de las instituciones. Son deseables, pues, las protestas del
ciudadano; sin embargo, cuando rebasan los límites fijados por la racionalidad,
resultan dañinas para todos. Ello se vuelve más patente cuando los reclamos son
contrarios a las mismas bases que conforman la estructura y los derechos
elementales. Salvo que estemos frente a un déspota, no corresponde alentar una
oposición radicalmente desestabilizadora. Con seguridad, fuera de
este caso, es saludable que rechacemos las invitaciones al caos.
Por
otro lado, debido a que, para sobrevivir, la democracia depende del rango
cultural de los ciudadanos, cabe advertir aquí una fragilidad. Pasa que, si la
mayoría se decantare por alguna fórmula totalitaria, ese régimen sería
inviable. Esto fija la obligación de preparar a los individuos en lo concerniente
a sus prerrogativas, deberes y normas fundamentales de convivencia que
interesan cuando nos relacionamos con el poder. Mientras sean solamente minorías
las que defiendan la subsistencia del sistema, esperar su consolidación es
ilusorio. No estoy pensando en un desafío menor, puesto que la tradición del
autoritarismo ha subyugado a varias generaciones. Más de un mortal prefiere la
sumisión al ejercicio del cuestionamiento, cuya frecuencia garantiza el respeto
a sus libertades. Además, en estas sociedades, la regla es que los gobernantes alberguen
el deseo de procrear siervos. Por consiguiente, debe producirse una
transformación que sea profunda y afecte todas las jerarquías. Nadie está
exento del deber de contribuir a esta cruzada. Distanciarnos de la barbarie se
convierte en un reto impuesto a todos, sin ninguna discriminación, por el
presente. La llegada de mejores días está condicionada por el éxito que consigamos
en ese campo.
Hay
asimismo fuerzas externas que atentan en contra de la democracia. Ante todo,
debe resaltarse la existencia de doctrinas que fueron fraguadas para terminar
con aquella invención griega. Todas las expresiones del socialismo no son
útiles sino para lograr ese vituperable objetivo. Dondequiera que un apóstol
del marxismo ha tomado la cumbre, aun cuando ésta hubiese sido alcanzada por
medios pacíficos, el panorama se tornó sombrío para quienes, como nosotros, patrocinaban
esa organización. Revisar el siglo XX es confirmar esta nocividad; por ende, se
vuelve forzoso que los respaldos electorales tengan otro rumbo. Si no se impide
su encumbramiento, lo previsible es que las prácticas autoritarias surjan sin
demora. Ocurre que sus supuestos sueños igualitarios tienden a tratar de ser concretados
con violencia. No habrá entonces dignidades individuales que merezcan el
aprecio del oficialismo. Regularmente, su fin ha sido gestar una dictadura que asuele
la libertad en sus distintas manifestaciones. Es menester que descubramos sus
imposturas antes de optar por pregonar esa vileza hecha ideología.
Nota
pictórica. La muerte de Gul Baba es
una obra que pertenece a Ferencz Franz
Eisenhut (1857-1903).
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