Evidentemente cada
generación se cree dedicada a rehacer el mundo. Sin embargo, la mía sabe que no
lo rehará. Pero acaso su misión sea más grande. Consiste en impedir que el
mundo se deshaga.
Albert
Camus
En 1923, José Ortega y Gasset
publicó El tema de nuestro tiempo,
una obra que puede ser aún debatida con intensidad. Entre los puntos que fueron
entonces expuestos, es oportuno resaltar el razonamiento en torno a la
generación. Según la opinión de ese filósofo, el hombre se halla situado en un
mundo que está condicionado por ideas, creencias, usos y problemas. Todo ello
constituye una peculiar forma de vida que permite identificar a quienes tienen
aproximadamente la misma edad. Esto no quiere decir que los sujetos nacidos en
un periodo determinado estén condenados a tener los mismos convencimientos. Jamás
será exagerado proclamar la estupidez de los determinismos que anulan nuestra
soberanía. Por suerte, la rebelión del individuo es un acontecimiento que no ha
conocido de ocasos definitivos. Pese a eso, hay similitudes materiales, hasta
espirituales, que son importantes para crecer como seres humanos. Siguiendo esta
línea, no corresponde desechar las reflexiones acerca de los retos que nos
relacionan con el prójimo.
Cada
tiempo tiene problemas que, individual o colectivamente, los hombres podrían
tratar de solucionar. Con este objetivo, pueden obrar solos, resistiéndose a
enrolamientos que los absorban, pero también actuar en compañía de su generación.
Por lo visto, la cronología está en condiciones de originar suposiciones que
benefician el acercamiento al semejante. No es raro que las coincidencias del
nacimiento faciliten el establecimiento de un vínculo entre personas, por lo
cual los combates en común serían razonables. Asimismo, es dable que criaturas
de diferentes edades, distanciadas sólo por el momento del arribo al planeta,
se asocien para cumplir un cometido. Así, con la finalidad de mejorar nuestra
realidad, sería irrelevante cuándo se abandonó el claustro materno. En
cualquier caso, lo fundamental es que tomemos consciencia de las tareas
encomendadas por el presente y, además, se procure su realización. Es
indistinto que fracasemos; la censura se impondrá si miramos esas misiones con
indiferencia.
Con
seguridad, uno de los desafíos que nos toca es la reconciliación entre política
y ética. Entiendo que, durante varios siglos, el señorío de una moral religiosa
impidió avances en lo concerniente a los asuntos del Estado. Los dictados de la
fe no propiciaban discusiones que hicieran posible optimizar nuestra
convivencia. En diversas ocasiones, el fuego se usó para silenciar a los que refutaban
las verdades oficiales. Por consiguiente, fue atinado que las cuestiones
gubernamentales proclamaran su emancipación, relegando el sometimiento al
criterio eclesiástico. Desafortunadamente, bajo el pretexto del laicismo, se cometió
la insensatez de rechazar cualesquier escrúpulos. Por este motivo, utilizando una
interpretación rudimentaria de Maquiavelo, cuantiosos sujetos sostienen que lo
único importante son los fines. En esa lógica, la conquista del poder, al igual
que su conservación, estaría exenta de los juzgamientos éticos. Como se sabe, ésta
es una de las convicciones que ha corrompido un arte concebido para favorecer a
la sociedad.
La
política no está más allá del bien y el mal. Estas categorías forman parte de
la existencia del hombre; consecuentemente, todo lo que él haga podría valorarse
conforme a esas perspectivas. Incluso, aunque parezca excesivo, yo estoy convencido de que la palabra del moralista,
cuya pronunciación resulta indeseable a los facinerosos, debe recibir un trato
privilegiado. Se puede hasta pretender el imperio de los dictámenes éticos. Acepto
que la carga es extraordinaria. Por otro lado, reconozco que no ha sido un
engendro de los últimos tiempos, pues la cuestión nos atormenta desde hace ya muchos
siglos. No obstante, pienso que su enfrentamiento continúa siendo una
obligación ineludible. La excusa del fracaso de los antepasados no se considera
útil para motivar nuestra pasividad. Hoy, como tuvo que pasar siempre, debemos
tratar de consumar esa proeza. Cuando se lo consiga, la decencia volverá a ser
apreciada en las instancias gubernamentales. Mientras optemos por no concretar
ese cambio, el encumbramiento de nuevos rufianes es previsible.
Nota pictórica. La familia del anarquista en el día de la ejecución pertenece a Fernando
Álvarez de Sotomayor (1875-1960).
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