Que un alma
insatisfecha insurja contra las demás, no es envidia, como piensa la torpeza de
tierra adentro. Esa ruptura, antes que incidente de individuos, es un fenómeno
social.
Fernando
Diez de Medina
La indulgencia y el
deseo de no molestar al semejante, aunque sea éste un connotado cretino, se han
convertido en problemas que contribuyen a ensombrecer nuestra realidad. Pocos
errores son tan graves como creer que debe imperar exclusivamente la paz. No es
necesario que aguardemos demasiado tiempo para notar, con claridad, cuán
ineficaz resulta tener esta posición. Los apóstoles de la benevolencia impiden mejoras,
pues defienden actitudes favorables al desdén por lo que se lleve a cabo en
esta vida. Por más que se haga para evitarnos molestias, consentir una maldad
es igual a obviarla. Lo correcto es denunciar, sin temor de por medio, las
irregularidades que percibamos a diario. La tarea cumplida por los que obren
así es digna de alabanza. Esos individuos serán los que, arma verbal en ristre,
nos ayudarán a identificar las estupideces del mundo. Su embestida puede ser
el inicio de un cambio que ofrezca nuevas dichas. Por esta razón, es
imprescindible que no exista ningún terreno en el cual sus ataques sean
excluidos.
Aun
cuando sea posible equivocarse al censurar éticamente a otro individuo, atacándolo
con una furia que se juzgue perfecta, esos yerros son preferibles a la postura
de quienes soportan cualquier tipo de insensatez. La contemplación de una
iniquidad es un defecto que debemos condenar. Los responsables tienen que ser objeto
de las recriminaciones correspondientes. Nada debe impedir que haya gente
dispuesta a colocarse en un púlpito y, empleando palabras de gran impacto, regañar
al conciudadano. Su presencia debe ser agradecida por la comunidad entera. Los
defensores de la caridad pueden prestar un servicio que sea provechoso; no
obstante, las personas que reprenden al inmoral tienen una utilidad superior. El
cumplimiento de este papel es fundamental para evitar decadencias sociales. Es aguantable
que se incurra en un despropósito por primera vez; incluso, dependiendo de las
circunstancias, podría ser llevadera la reincidencia. Lo inexcusable es que no
se reprochen tales inconductas con aspereza, peor todavía si son efectuadas por
un hombre partidario de una existencia sin escrúpulos.
Asimismo,
la educación es un campo en donde se pueden disparar críticas considerables.
Desde la primaria, queda claro que los profesores mediocres no se caracterizan
por ser discretos ni constituir una minoría. No es casual que la excelencia
estudiantil sea una de las utopías poderosas del presente. Nadie discute que la
sociedad precisa de los educadores, pues, sin su guía, muchos individuos no podrían
acceder siquiera a estadios elementales del conocimiento. Lamentablemente,
son escasos los seres humanos que pueden evitar esa sumisión magisterial,
formándose a sí mismos gracias al entusiasmo y la disciplina. Empero, ese
oficio debe ser sometido a una observación inclemente; tras ello, es menester que
las deficiencias originen cuestionamientos, reclamaciones, agravios. Aclaro que,
para no afectar a todos quienes integran el gremio, se vuelve forzosa la
identificación de los ineptos. De esta manera, cumpliendo esa laudable
misión, un hombre debe interpelar al prójimo con una rigurosidad absoluta. Sin
duda, cuando se procede así, es viable imaginar una enmienda que sea efectiva.
Urge
también que los malgastadores de las rentas fiscales sean individualizados. Es
verdad que la civilización nos prohíbe tomar un rifle y acabar con los políticos
incompetentes. Acoto que, por el número de armas requeridas para eliminar a esos
mortales, tal masacre sería también económicamente inviable. Con todo, es factible
que, aun antes de las elecciones, un ciudadano se decante por sancionar a sus
representantes. Porque no hay que pensar sólo en votar a otro sujeto; debe
hacerse lo suficiente para delatar las taras del antecesor. El retorno al
ámbito público no puede sino generar perjuicios de diversa índole. Por
consiguiente, colocarlo bajo nuestra mira es un acto que debemos agradecer. Ello
atañe al hombre que, como en los casos ya explicados arriba, quiere ayudar a revelar
las miserias de su medio. Merced a esta labor, estaremos en condiciones de
reforzar las ofensas que se consumaron para resguardar nuestros valores. Por lo
tanto, esas personas que se colocan a la vanguardia del desprecio colectivo son
susceptibles de ser ensalzadas. Si les prestáramos mayor atención, podrían
ayudarnos a eludir varios contactos con la imbecilidad, lo cual es siempre conveniente.
Nota pictórica. El triunfo de la muerte pertenece a Pieter
Brueghel (1525-1569).
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