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Edwards y la revelación del totalitarismo caribeño




Los intelectuales están sobre la tierra para, en primer término, pensar; después, si ése fuese el caso, para protestar.
Octavio Paz

Las ilusiones que fueron desencadenadas por la Revolución cubana marcaron, con el rigor del fuego, a más de una persona en este mundo. La caída de un régimen que, debido a sus vicios, ya no causaba mucha complacencia se convirtió en una conquista para quienes ansiaban mejores días. Porque, aunque se haya querido tergiversar la historia, lo cierto es que Fulgencio Batista tenía escaso apoyo popular. Había diferentes argumentos para deplorar esa dictadura, por lo cual pocos osaban ensalzarlo. Aun Estados Unidos, país que lo había respaldado en un principio, decidió acabar con ese vínculo. Es oportuno señalar que esa potencia extranjera pidió al Gobierno de La Habana buscar una solución pacífica del conflicto con los guerrilleros. En síntesis, al conseguirse la victoria, incontables ciudadanos optaron por celebrarla. No se procuraba un avance del comunismo, puesto que jamás se invocó ese móvil; el anhelo mayoritario era extinguir la satrapía.
En general, los escritores comprometidos de Latinoamérica festejaron la entronización del castrismo. Cegadas por el triunfo frente a militares corruptos e inútiles, las víctimas del romanticismo no dejaban de crecer. La fascinación era ocasionada brillantemente por Guevara, ese humanista que componía versos sobre las balas. El jugador de rugby, combatiente, médico y escribidor mediocre seducía con lugares comunes que, desde Julio César, sirven para enardecer al vulgo. Sus descalabros en las otras aventuras que impulsó no menguaron esa capacidad prodigiosa de ganar admiradores. No obstante, Fidel era el mortal que, desde la génesis del proyecto, se presentaba como insustituible, inspirando elogios de toda calaña. Usando su violento traje de campaña, él prometió que la gesta en Cuba terminaría con las injusticias experimentadas hasta ese instante. Si bien se reconocía que habría cambios trascendentales, el Gobierno hablaba de salvaguardar la libertad. En ese momento, tal como lo precisó un joven e ingenuo Mario Vargas Llosa, el régimen parecía estar incluso abierto a la crítica.
No tuvo que aguardarse una eternidad para percibir las vilezas revolucionarias. Una vez alcanzado el poder, su ejercicio fue acompañado paulatinamente de actitudes que denotaban un inequívoco apego al totalitarismo. Los intelectuales, a cuya clase se había tratado con cierta dulzura, demoraron en percatarse de esa predilección; empero, siendo la infamia tan notoria, varios concluyeron que no podían negarla. Como es conocido, quienes tuvieron mayores problemas para darse cuenta de que la esperanza había sido devastada, pues se cambiaron sólo tiranías, fueron los literatos del continente americano. Resultó difícil admitir que la opresión crecía mientras se pregonaba el altruismo. Por suerte, un escritor chileno llegó a La Habana para cumplir funciones diplomáticas y, en menos de cuatro meses, advirtió cuán serio era el panorama. Testigo de distintas atrocidades, Jorge Edwards las denunció en un libro que apareció hace cuarenta años: Persona non grata. Sin duda, su integridad ética le exigió que proteste contra las tinieblas del sistema.
En 1970, Edwards viajó a Cuba para restablecer las relaciones diplomáticas entre Chile y ese país del Caribe. Habiéndose presentado la obra castrista como el modelo a seguir, Allende consideraba esencial que los lazos entre las dos naciones fuesen fortalecidos. Pese a ello, lo que acumuló nuestro autor durante sus labores, obstaculizadas desde el arribo al aeropuerto, fueron razones para justificar todo alejamiento del sendero seguido por el caudillo de Sierra Maestra. Ocurre que, conforme a lo revelado por sus colegas de letras, no se aceptaba el menor cuestionamiento. Los fracasos económicos y el incremento del terror no debían objetarse. Nadie tenía derecho a imaginar una sociedad distinta. Por este motivo, había un control asfixiante; no es casual que, como pasó con diversos individuos, ese gran novelista se haya vuelto temporalmente paranoico, sintiéndose vigilado hasta cuando abandonó suelo habanero. Con destreza, estas prácticas son relatadas por su intrépido volumen. Es superfluo decir que el deseo de no reproducir la pesadilla impone su lectura.

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