Los
intelectuales están sobre la tierra para, en primer término, pensar; después,
si ése fuese el caso, para protestar.
Octavio Paz
Las ilusiones que fueron
desencadenadas por la Revolución cubana marcaron, con el rigor del fuego, a más
de una persona en este mundo. La caída de un régimen que, debido a sus vicios, ya
no causaba mucha complacencia se convirtió en una conquista para quienes
ansiaban mejores días. Porque, aunque se haya querido tergiversar la historia,
lo cierto es que Fulgencio Batista tenía escaso apoyo popular. Había diferentes
argumentos para deplorar esa dictadura, por lo cual pocos osaban ensalzarlo.
Aun Estados Unidos, país que lo había respaldado en un principio, decidió acabar
con ese vínculo. Es oportuno señalar que esa potencia extranjera pidió al
Gobierno de La Habana buscar una solución pacífica del conflicto con los
guerrilleros. En síntesis, al conseguirse la victoria, incontables ciudadanos
optaron por celebrarla. No se procuraba un avance del comunismo, puesto que
jamás se invocó ese móvil; el anhelo mayoritario era extinguir la satrapía.
En general, los escritores comprometidos de Latinoamérica festejaron la
entronización del castrismo. Cegadas por el triunfo frente a militares
corruptos e inútiles, las víctimas del romanticismo no dejaban de crecer. La fascinación era ocasionada brillantemente por Guevara, ese humanista que componía
versos sobre las balas. El jugador de rugby, combatiente, médico y escribidor
mediocre seducía con lugares comunes que, desde Julio César, sirven para
enardecer al vulgo. Sus descalabros en las otras aventuras que impulsó no
menguaron esa capacidad prodigiosa de ganar admiradores. No obstante, Fidel era
el mortal que, desde la génesis del proyecto, se presentaba como insustituible,
inspirando elogios de toda calaña. Usando su violento traje de campaña, él
prometió que la gesta en Cuba terminaría con las injusticias experimentadas
hasta ese instante. Si bien se reconocía que habría cambios trascendentales, el
Gobierno hablaba de salvaguardar la libertad. En ese momento, tal como lo
precisó un joven e ingenuo Mario Vargas Llosa, el régimen parecía estar incluso
abierto a la crítica.
No tuvo que aguardarse una eternidad para percibir las vilezas
revolucionarias. Una vez alcanzado el poder, su ejercicio fue acompañado
paulatinamente de actitudes que denotaban un inequívoco apego al totalitarismo.
Los intelectuales, a cuya clase se había tratado con cierta dulzura, demoraron
en percatarse de esa predilección; empero, siendo la infamia tan notoria,
varios concluyeron que no podían negarla. Como es conocido, quienes tuvieron
mayores problemas para darse cuenta de que la esperanza había sido devastada,
pues se cambiaron sólo tiranías, fueron los literatos del continente americano.
Resultó difícil admitir que la opresión crecía mientras se pregonaba el
altruismo. Por suerte, un escritor chileno llegó a La Habana para cumplir
funciones diplomáticas y, en menos de cuatro meses, advirtió cuán serio era el
panorama. Testigo de distintas atrocidades, Jorge Edwards las denunció en un
libro que apareció hace cuarenta años: Persona
non grata. Sin duda, su integridad ética le exigió que proteste contra las tinieblas
del sistema.
En 1970, Edwards viajó a Cuba para restablecer las relaciones
diplomáticas entre Chile y ese país del Caribe. Habiéndose presentado la obra
castrista como el modelo a seguir, Allende consideraba esencial que los lazos
entre las dos naciones fuesen fortalecidos. Pese a ello, lo que acumuló nuestro
autor durante sus labores, obstaculizadas desde el arribo al aeropuerto, fueron
razones para justificar todo alejamiento del sendero seguido por el caudillo de
Sierra Maestra. Ocurre que, conforme a lo revelado por sus colegas de letras,
no se aceptaba el menor cuestionamiento. Los fracasos económicos y el
incremento del terror no debían objetarse. Nadie tenía derecho a imaginar una
sociedad distinta. Por este motivo, había un control asfixiante; no es casual
que, como pasó con diversos individuos, ese gran novelista se haya vuelto
temporalmente paranoico, sintiéndose vigilado hasta cuando abandonó suelo
habanero. Con destreza, estas prácticas son relatadas por su intrépido volumen.
Es superfluo decir que el deseo de no reproducir la pesadilla impone su
lectura.
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