Las más grandes ideas son los más grandes acontecimientos.
Friedrich Nietzsche
Las calumnias que son
lanzadas por la incultura y el fanatismo no deben afectarnos. Sus juicios
pueden tener toda la popularidad que deseen, hasta ser coreados por multitudes sin
ninguna desarmonía; no obstante, las refutaciones serán siempre posibles. Es
cierto que, cuando la tradición ha consagrado una insensatez, amenazando a
quien intente criticarla, su aniquilamiento se torna más complejo. Acostumbrarse
al sosiego de la repetición, aun cuando ésta sea signada por las falsedades, es
algo que los sujetos hacen con facilidad. Por esta razón, son diversas las afirmaciones
que, seductoras pero absurdas, se mantienen imperturbables a lo largo de los
años. Tomando en cuenta esto, mientras nuestras convicciones demanden su observancia,
no hay mayor tarea que resistirse a seguir esa tendencia. Protegidos por la
libertad, corresponde que nos desenvolvamos sin atender los vetos de prejuicios
ni, menos aún, venerar supersticiones. Esas salvedades al conocimiento se
admitirán sólo cuando reciban la confirmación de cada uno.
Un concepto que ha sido ferozmente atacado, aun desde trincheras en
donde su importancia resulta fundamental, es el de la ideología. Sucede que,
aunque, cuando fue creado en 1796 por Destutt de Tracy, se usaba para denominar
el estudio de las ideas, sus practicantes fueron quienes, mediante actos
políticos, provocaron críticas del poder, perjudicando a esa disciplina. En
concreto, al notar que esos intelectuales ya no lo apoyaban, Napoleón los
fustigó de modo inequívoco. Él creía tener la razón, portar las sentencias
indiscutibles; por tanto, ellos estaban diciendo mentiras. De esta manera, sus
criterios fueron asociados con el engaño. Si se pretendía acercarse a la verdad,
había que alejarse de esas reflexiones. Este desprestigio se incrementó en el
siglo XIX, pues, atosigado de economía, Marx resolvió entonces que esa palabra
servía para llamar a disciplinas que, como la filosofía y el Derecho, mantenían
un orden injusto. Según su célebre fábula, eran invenciones de poderosos para
continuar explotando a los débiles.
Es válido aceptar que varios ideólogos han contribuido a dañar su
reputación. Generalmente, la persona que desempeña un papel teórico dentro de
un partido hace lo inconcebible por respaldar las posturas, aberraciones y lineamientos
institucionales. No cabe imaginarse una sola situación que rechace su
endulzamiento racional. Con esta finalidad, se han fabricado explicaciones que,
en resumen, procuran glorificar cualquier estupidez. Existe un océano de
malabaristas intelectuales que, a pedido del cliente, elaboran hipótesis sin la
menor vergüenza. La radical falta de coherencia que distingue a esta gente hace
difícil su aprecio; los principios son abandonados según el ambiente donde le
toca sobrevivir. Mas también su repudio a las restricciones éticas sirve para
aborrecerlos, puesto que los servicios prestados pueden ser lesivos a la
dignidad. No es infrecuente que los esfuerzos mentales persigan la destrucción
del prójimo. Son numerosos los cadáveres que han sido apilados merced a planes
dotados de su lógica.
Pese a los cuestionamientos antes mencionados, el valor del ideólogo justifica
una defensa que sea firme. Pasa que, cuando esa labor es realizada con seriedad,
se vuelve posible la discusión sobre temas significativos para nuestra
convivencia. Por ejemplo, las cavilaciones acerca del poder, cuyo ejercicio
jamás será debatido en demasía, se han enriquecido gracias a esos aportes. La
revelación de las necedades no sería viable sin alguien que se aventurase a
construirlas. Hasta la posibilidad de rebatir sus delirios es beneficiosa para
distanciarnos del error. Desde toda perspectiva, yo encuentro necesario que se
cuente con una base conceptual a partir de la cual intentemos comprender la
realidad. No podemos desconocer que, siendo las ideas el sustento de los cambios
en la sociedad, sus autores y analistas deben ser escuchados. Despreciarlos en
nombre de un espurio pragmatismo, alegando que lo único relevante son las
acciones, equivale a proclamar la victoria del salvajismo. Nunca olvidemos que
el hombre no es solamente un animal de carga.
Nota pictórica. Sellado de la carta es una obra que
pertenece a Jean Siméon Chardin (1699–1779).
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