Yo no soy un hombre, soy un campo de batalla.
Friedrich Nietzsche
En el afán de
buscar la verdad, los hombres no tienen que renunciar al conflicto. Las
necedades no acostumbran ceder ante actitudes caballerescas. Admito que, a
través de la persuasión, utilizando un tono cordial, delicado y melodioso,
varias personas podrían reconocer sus equivocaciones. Cuando hay individuos que
creen bastante humano cometer un error, por lo cual están dispuestos a revisar
sus posiciones, es viable realizar la enmienda sin mayores dificultades. El
problema es que muchos sujetos están gobernados por la terquedad, impidiendo
cualquier crítica lanzada en contra de sus opiniones. De nada sirve que,
sistemáticamente, se intente comenzar un diálogo, establecer una relación para
identificar juntos las barbaridades del semejante, pues esa gentileza no les interesa
en absoluto. La única efectividad que puede constatarse en esas circunstancias
se presenta gracias al combate. Así, la diplomacia de una conversación
civilizada se cambia por un debate que rechaza las moderaciones. Derribar las sandeces
será el producto de nuestro despiadado triunfo.
La
pasión es un elemento que no debe ser despreciado por ningún polemista. Es
posible que alguien opte por seguir un camino de serenidad, empleando medios
exentos del menor ardimiento; empero, eso nunca tendría que ser considerado
ideal. En reiteradas oportunidades, la exposición flemática de los argumentos
que rebaten las irracionalidades, cuando su autor se destaca por el cretinismo,
ha demostrado ser ineficaz. Esto vuelve obligatorio que las alegaciones no sean
privadas de un recurso tan útil como la más proverbial arrogancia. Las derrotas
en este campo son causadas generalmente por la humildad, esa mesura que, debido
a distintas razones, fue aceptada como virtud. La disputa intelectual es otro
ámbito en donde puede practicarse el arte de ser pedante. Quizá el público
pueda percibir la cuestión de fondo, los aciertos del bando que amparamos. No
cabe perder la esperanza de que algunos mortales sientan predilección por esa
orgullosa tutela. El planeta tiene aún hombres con un mínimo de amor propio.
Jamás
será suficiente la cifra de discutidores que tenga una sociedad. No debe quedar
sitio alguno en el que las querellas, réplicas y dúplicas sean inadmisibles.
Desde un punto de vista teórico, se nota un exagerado sosiego en la realidad;
las batallas no tienen que perder vigencia, tornándose imperativa su
realización. Son demasiadas las salvajadas a nuestro alrededor para cerrar los
ojos e imaginar un presente insuperable. Todo aquél que advierta una tontería
está en el deber de acometer su demolición. Ello puede ocurrir en terrenos de
diversa índole; nada es sagrado para una mente que se decide a perseguir la
verdad. Con este noble objetivo, corresponde prepararse para contiendas de
diversa laya. Es preciso que, independientemente del rival, se aspire siempre a
ejercer una protección sublime de nuestra postura. Se trata de una obligación
que nos incumbe cumplir porque ha sido impuesta por la razón.
Ni
siquiera cuando nos encontremos frente a una perfecta encarnación de la
estupidez, arcaica o novísima, debemos abandonar las cargas del intelecto. La
campaña por un mundo sin idioteces impele a usar el traje de gladiador y
decapitar ideas, teorías, doctrinas. La impreparación del prójimo no debe atenuar
el impulso que nos hace reprender sus absurdos. Por ejemplo, no puede haber
misericordia cuando llega el momento de abatir una ideología que juzgamos demencial.
No importa que, por norma universal, un oficio como el de los políticos sea laboriosamente
compatible con las tareas del pensamiento. Para ser contundentes, impidiendo
cualquier renacimiento del despropósito, no existe ataque que pueda estimarse exagerado.
La pugna por el poder es un suceso que, si consagra como victorioso al disparate,
puede amargar nuestra vida. Por lo tanto, conviene que salgamos en defensa de los
razonamientos correctos. El bienestar exige que la beligerancia no descanse mientras
haya insensateces a liquidar.
Nota pictórica. Don Quijote. Alucinaciones quijotescas es
una obra de Ernest Descals (1956).
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