Demasiados
ideales, demasiadas pasiones, demasiados intereses en contraste están y han
estado ligados, en la historia, a las revoluciones y a los movimientos
revolucionarios...
Cattaneo
A pesar de las bestialidades
que, salvo excepciones, sus practicantes cometieron en casi todos los periodos
históricos, la revolución continúa cautivando al prójimo. El anhelo de un
cambio pleno, brusco y violento es prácticamente una religión que tiene los
feligreses más tercos del mundo. Debido al desprestigio en que caían sus
defensores, reivindicar la tradición, cuestionando a quienes deseaban abolirla,
ha sido una lucha heroica. La mesura de hombres como Edmund Burke, receloso del
furor experimentado por los franceses en el siglo XVIII, no recibió atenciones
distinguidas. Lo meritorio es alentar la devastación del antiguo régimen. En
muchas ocasiones, aun cuando parezca inverosímil, los individuos que proceden
así pueden hasta ignorar las causas de su rechazo al pasado. Pasa que la
empresa no necesita de seres ilustrados; a menudo, para integrar el gremio,
basta su efervescencia.
Probablemente,
la fascinación por los procesos revolucionarios tenga como base las conquistas
que obtuvieron quienes, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, consumaron
esas transformaciones. Aquéllos son los modelos que, por la envergadura de sus
repercusiones, intentaron ser copiados hasta el cansancio. Es importante anotar
que, al margen de las monstruosidades del jacobinismo, el movimiento gestado en
París puede destacarse gracias a su vocación universal. Nadie conseguirá
condenarlo al olvido; su influencia excedió lo que podrían haber imaginado los
progenitores. No obstante, la inspiración de Montesquieu, así como del genial Voltaire,
está en la obra que forjaron los británicos. Ellos fueron los que, protegiendo
al individuo, minaron las prerrogativas del Gobierno. Esta misma cultura,
enemiga del absolutismo, posibilitó que Norteamérica contemplara el nacimiento
de un país donde la libertad encontraría su principal bastión. Las tres
victorias en contra del atraso mostraron el rumbo a seguir dentro de Occidente.
Buscando su aura, incalculables mortales encabezaron grupos que anuncian sismos
políticos.
Contemporáneamente,
no hay revolución que sea concebida con fines perversos. En el principio, sus
predicadores abrigan la ilusión de que, cuando el triunfo se consiga, todas las
personas tendrán una convivencia pacífica y feliz. Al momento de discurrir
acerca del futuro, los discursos que pronuncian no admiten el pesimismo ni la
ira. Es correcto que, con regularidad, se invoca la violencia para destruir a
los criticadores del cambio; en este caso, no es aceptable ninguna
manifestación de caridad. Sin embargo, se aclara que la rabia del presente será
cambiada por el mayor amor conocible. Mas la regla es que su belicosidad se
mantenga inmutable, incluso tras haber pulverizado al contrario. Porque,
conforme a lo constatado en las distintas épocas, cuantiosos compañeros pasan
al bando de los traidores. La desconfianza se considera vital para el ejercicio
del poder. Con ese ánimo, la fraternidad se convierte en opresión.
Para
evitar confusiones absurdas y engaños que, tarde o temprano, nos envíen a la
horca, es útil saber cuándo estamos ante a una verdadera revolución. Porque,
aunque los conformistas inunden el planeta, es inobjetable que pueden acaecer
todavía prodigios de tal especie. En este sentido, de acuerdo con Jean-François
Revel, sostengo que ese fenómeno no es sino un hecho social total, el cual se
produce por críticas lanzadas en diferentes campos. Efectivamente, debe
cuestionarse la injusticia de las relaciones económicas, el poder político, los
cánones culturales y, en especial, lo que agobie nuestra libertad individual.
Si confluyeran esas interpelaciones a la realidad, estaríamos en condiciones de
proclamar una nueva era. Como resulta obvio suponer, el cumplimiento de dichos
requisitos no es suceso que se presente con facilidad. Lo cuerdo es que los sujetos
queden satisfechos merced a reformas moderadas. Además, debemos recordar que
los logros de las anteriores generaciones no son insignificantes; por tanto, su
salvaguarda es entendible.
Nota pictórica. La descarga del vagón de tren es una
obra que pertenece a Leonid Pasternak (1862-1945).
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