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Llamado al compromiso ciudadano




Actuar como hombre de ideas y pensar como hombre de acción.
Henri Bergson
   
En democracia, la primera obligación de un ciudadano es combatir los abusos del poder. No cabe hablar de indiferencia ni buscar pretextos que motiven conformismos; está en riesgo la libertad, el supremo valor conocido por los hombres. Con ese fin, deben emplearse todos los medios que, desde hace mucho tiempo, la política nos ofrece cuando asumimos tal desafío. Es cierto que hay épocas terribles para quienes aprecian un orden republicano, por lo cual su defensa se torna muy difícil; sin embargo, incluso teniendo altas probabilidades de fracasar, ese afecto sirve para fundamentar nuestro proceder. Pueden vencernos en este momento, mas los principios que nos alimentan están llamados a conquistar la cima. Lo venidero se ocupará de respetar, valorar y aplaudir la lucha que protagonicemos.
Esta sociedad merece gobernantes que no incrementan sus penas. Con facilidad, podemos identificar aquellas prácticas que, en más de una ocasión, amargaron nuestra existencia. La ignorancia, los latrocinios y las perversidades ideológicas ensombrecieron un escenario que debía permitirnos desarrollarnos sin angustias de esa naturaleza. Por suerte, ninguno de los problemas que causa un inepto es definitivo. No obstante, debemos admitir que, mientras su permanencia en funciones públicas sea mayor, las complicaciones resultarán superiores, entorpeciendo una recuperación tan rápida cuanto segura. La sucesión de un régimen corrupto, malhechor e inútil, entonces, se presenta como una labor que debe comenzarse sin demora. Es inaceptable alegar incompetencia, puesto que el horror no desaparece si solamente volteamos la cara. Cualquier pasividad es condenable.
Nada debe interesarnos menos que un cambio superficial del Estado. No se trata de anunciar una revolución, pues la regla es que todas tienen un fin trágico. Si hubiere modificaciones sustanciales, éstas serían efectos de cuantiosos planes que nazcan en un ambiente donde prevalece la perseverancia. Este proyecto no alberga ningún misterio: queremos seguir el sendero que, durante las últimas centurias, los países transitaron para terminar con males tan hirientes como la indigencia. No existen obstáculos que impidan a los ciudadanos alcanzar ese objetivo. Para ello, tenemos que preocuparnos, en primer lugar, por nuestra situación individual. Sin valores éticos ni preparación intelectual, es imposible que contribuyamos a dirigir esas transformaciones. Nadie piensa que la ejecución de esas tareas es sencilla; empero, cuando éstas empiecen a fructificar, sus beneficios serán indiscutibles.
No debemos obsesionarnos con las utopías, sino aportar a la conquista de un futuro más grato. Son demasiados los programas pretenciosos que, a lo largo del siglo XX, sembraron pavor en el planeta. Apegados a la razón, guiada por sentimientos que evidencien nuestro deseo de lograr una convivencia ejemplar, elijamos un camino impopular, pero históricamente acertado. Yo defiendo que el rechazo al caudillismo, los endiosamientos del Estado, las acciones demagógicas y la corrupción a todo nivel, entre otras barbaridades, debe ser siempre una virtud que vuelva posible identificarnos. Aunque, en un país donde incontables ciudadanos se rinden ante las medidas autoritarias, sobran razones para dejarse dominar por el pesimismo, hay que privarse de alternativas. Así, a la postre, al margen de las consecuencias que ocasionemos, nuestra conciencia no nos incomodará cuando alguien exija saber cuán genuino fue el compromiso personal con la libertad.

Nota pictórica. José explica sus sueños es una obra de Louis de Boullogne (1654–1733).

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