Porque, en verdad, el
auténtico dolor, el colmo del sufrimiento es individual, no multitudinario.
Edgar Allan Poe
Cuando
el poder no logra persuadir a un individuo de venerar sus afrentas, opta por
corromperlo. Así, se otorgan favores, distribuyen dádivas u ofrece alguna
participación en el festín: intentan rebajar a ese disidente al nivel del
oficialismo. Desgraciadamente, las tentaciones concebidas por los gobernantes
son tan fascinantes que, con frecuencia, muchos aceptan la venta de su lealtad.
Resulta indiferente que, como suele ocurrir, el precio de la dignidad sea
mínimo; es un hecho deplorable, merecedor del aborrecimiento más firme. Aunque
las necesidades amenacen con privarnos de la vida, convalidar los abusos del
Gobierno es un acto que conlleva una eterna condena moral. Quizá debido a esta
gravedad, percibida por quienes no han perdido el sentido de la decencia,
existen hombres que, irradiando honor, rechazan sumarse al proceso. Ellos impiden
que nuestra desesperanza sea inapelable.
Pero, si hay una ética inquebrantable, la maquinaria del régimen se
activa para oprimir a quien no tolera sus abusos. Toda disconformidad se
considera peligrosa; por lo tanto, urge la destrucción de los espíritus que
osen practicarla. Lo infinitamente grato es que, aun en medio del infierno
causado por los agentes del horror, la oposición se halla presente. Son miles
los que han perdido su libertad por contrarrestar las idioteces del partido
gobernante; sin embargo, una mayoría persistió, hasta el final, en la lucha
contra ese enemigo. Su sobrevivencia es una prueba de que la maldad puede ser
derrotada. Es irrelevante cuán estremecedor sea el mecanismo creado para
castigar, pues nada puede doblegar al que no quiere ser cómplice de esa
calamidad. Con certeza, los testimonios de esos héroes deben ganar nuestra
atención.
Jorge Semprún fue uno de los mortales que, durante cuantiosos meses,
sufrió las vejaciones del nacionalsocialismo. Cuando estaba en Francia, su participación
en la Resistencia provocó que los secuaces del Tercer Reich lo detuvieran. Era
septiembre de 1943 y, con diecinueve años, su alma sería puesta a prueba.
Porque, desde que lo llevaron a Buchenwald, campo de concentración en donde se
quedaría hasta 1945, ese intelectual palparía las consecuencias del odio
ideológico. Esas vivencias fueron narradas; por ende, se aconseja que los contradictores
del totalitarismo las lean. Yo sugiero empezar por El largo viaje, una novela que, desde sus primeras líneas, puede
ayudarnos a imaginar ese oprobio. A propósito, la constatación del terror ocasionado
por los excesos políticos engendró convicciones que, en 1964, generaron su
ruptura con el Partido Comunista.
Stalin, uno de los mayores monstruos que tuvo este mundo, descolló por
las aniquilaciones. Durante su imperio en la Unión Soviética, los comunistas
demostraron que, de acuerdo con sus premisas, quienes se atreven a criticarlos
deben ser pulverizados. Son millones las personas que, por el atrevimiento de
cuestionar las ruindades del sistema, fueron condenadas a ejecutar trabajos
forzosos, pasar hambre, soportar un frío invencible y, obviamente, ser
eliminadas sin piedad alguna. Por comentarios que, mediante cartas, hizo a un
amigo, Alexandr Solzhenitsyn tuvo que penar durante ocho años en varios campos
de concentración. Una vez recuperada su libertad, recurrió a la pluma para
denunciar esas atrocidades. Su principal trabajo es Archipiélago Gulag, ensayo de investigación que sirve para
evidenciar cuán vil fue la izquierda en Rusia. Habiendo aún designios del mismo
tipo, recomiendo leer también ese texto.
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