Existe un hecho evidente que parece
enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades.
Albert Camus
Yo no he nacido
para ser conciliador, sino a fin de convertirme en un partidario del combate
intelectual. Fracasará quien me pida el acercamiento entre un régimen siniestro
y sus opositores. Este tiempo no es propicio para descubrir méritos en un
adversario que anhela mortificarnos eternamente. No me aflige que, por enésima
vez, alguien recuerde los peligros del maniqueísmo. Tengo una postura que, sin vacilar,
defenderé de manera vehemente. Estoy seguro de que, hasta el último respiro,
afrontaré mis batallas con la intransigencia más feroz. Es el efecto de juzgar
estimable la coherencia, esa virtud que cuantiosos contemporáneos han optado
por abandonar. Esto hace que considere la radicalidad como un estandarte. El
extremo está hecho para los hombres que no se sienten cómodos con la
mediocridad, pues, a menudo, ésta es un sinónimo del equilibrio.
Desde
hace varios años, gracias a debates, diversas lecturas y el conocimiento de
sucesos que resultan incontrovertibles, mi defensa del liberalismo no consiente
ninguna prudencia. Se trata de una doctrina que, sin excepciones, debe guiarnos
cuando pretendemos mejorar nuestra realidad. Fácilmente, podemos causar vértigo
al interlocutor si hablamos sobre países en los que sus bondades han sido palpadas.
Aun cuando nuestros postulados sean resistidos por incalculables personas,
quienes están intoxicadas de las necedades del socialismo, se recomienda insistir
en su patrocinio. Además, en sociedades donde las discusiones teóricas no son
posibles debido a la incultura del contrincante, conviene abandonar toda
cortesía, rechazando el temor al ostracismo. La estupidez debe ser expuesta con
una claridad que no deje lugar a dudas. Por ello, nunca tendré problemas en
pregonar que la izquierda es una descomunal imbecilidad.
Siendo
enemigo de cualquier manifestación del izquierdismo, aplaudo que me coloquen a
la derecha. Sé que pueden relacionarme con Adolf Hitler y alguna otra bestia; no
obstante, prefiero correr ese riesgo a ser puesto entre los apóstoles del verdugo
apellidado Guevara. Por cierto, aunque a nuestros rivales no les guste saberlo,
es necesario resaltar que todos esos opresores tuvieron filiación socialista. En
consecuencia, lo denigrante no es defender el libre mercado, sino apoyar las agresiones
al individuo. Los camaradas de un carnicero como Lenin pueden pronunciar
discursos filantrópicos, al igual que redactar textos en los cuales se declaren
compañeros del mundo entero; sin embargo, nada supera sus infamias. En muchas
ocasiones, ellos demostraron que su presencia es útil para percatarse de los
perjuicios generados por una dictadura.
El
deseo de atacar a los derechistas no es un mal exclusivo del marxismo más desquiciado.
Existen personas que, desde una posición supuestamente democrática, favorable a
la libertad, se suman al ataque lanzado por los colectivistas. Esos sujetos afirman
que lo ideal es situarse en el centro, pero inclinados hacia la izquierda,
porque encuentran allí los recursos para seducir a numerosos ciudadanos. En su
criterio, el progresismo y los consensos son las únicas vías que vuelven
realizables sus sueños electorales. Hasta el cansancio, ellos cuestionan a los mortales
que no aceptan convenios elaborados para damnificar al individuo. De acuerdo
con esa opinión, los hombres que no se apegan a sus principios, sean éstos
políticos o éticos, pueden ganar la salvación eterna. No saben que su tibieza
es sólo repudiable; en lugar de neutralidad, se demanda hoy beligerancia.
Nota pictórica. Diez mil mártires es una obra que
pertenece a Jacopo Carrucci (1494-1557).
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