La tarea del pensamiento se impone como algo
disonante. Si no, es creencia. Si no, no existe como tal.
Tomás
Abraham
Todo progreso ha sido el efecto de una
discrepancia. En las distintas eras, jamás faltó el mortal que juzgase la
realidad anómala, insatisfactoria, imperfecta. No interesaba que sus
contemporáneos pensaran diferente. Aunque existiera un acuerdo masivo acerca de
las gracias del presente, él tenía motivos para levantar la mano derecha y lanzar
críticas. Una de sus certezas era que nada podía ser impecable; por tanto, el
mejoramiento debía convertirse en un desafío permanente. A riesgo de sufrir por
oponerse a las comodidades mayoritarias, aceptaba la misión con una entrega
plena. Su conducta no hacía sino reflejar esa convicción. No debe interpretarse
este papel como una expresión de misantropía; al contrario, el rechazo a las anuencias
ajenas es un llamado a revisarlas para lograr provechos superiores. Pasa que,
cuando es auténtica, la crítica quiere ayudar al prójimo.
Si en cualquier
asociación reina el conformismo, sus integrantes deben prepararse para
enfrentar graves problemas. No me refiero únicamente al tedio, sino a la apatía
por asuntos políticos. Estando todo bien, resulta intrascendente quién asume la
tarea de gobernar, pudiendo hacerlo algún amante del caos o las
arbitrariedades. Incontables hombres ansían que los consensos sean cada vez más
amplios, pasando por encima de objeciones y descontentos. Creo que, si esto se
concretara, el panorama sería indeseable. Necesitamos que en reuniones de
relevancia para nuestra convivencia haya desarmonía, un comensal se pare e
interrumpa el banquete. Porque, aun en medio del festín, puede presentarse
aquél que nos regale la dicha de divisar las injusticias. No importa la
indigestión que ocasionen sus observaciones; el malestar se justifica si es el producto
de una reflexión encaminada a rectificar faltas.
El disidente puede
ser concebido como un perseguidor de la verdad. Sabe que su conquista le será
siempre esquiva; no ignora los fracasos consumados en esta brega. Porque ése es
un hallazgo que, salvo cuando hay fanatismo, nadie puede proclamar. Nos encontramos
en medio de una pugna por esclarecer nuestra situación, responder interrogantes
que creemos necesarios para existir; no obstante, desde el comienzo, notamos
cuán ilusorio es tener una respuesta terminante. Pese a ello, impulsados por un
escepticismo que no es paralizante, continuamos tratando de alejarnos del
error. La duda se vuelve parte de la cotidianeidad, evitando afiliaciones que
podrían conducirnos al más sanguinario despropósito. No preciso evocar el
número de violaciones, masacres y guerras que han sido perpetradas por quienes
decidieron renunciar voluntariamente a sus vacilaciones. Conjeturo que una voz
disonante pudo haber sido útil para impedir algunos de esos crímenes.
Mi
estima por el disidente causa un incontenible desprecio hacia cualquiera que se
considere sabio. Pocos fenómenos son tan exasperantes como situarse frente a un
sujeto que, con modestia o sin humildad, se siente miembro de esa estirpe. Son individuos
que no admiten desavenencias; su credo debe conservarse íntegro, por lo cual
los rebaños les agradan. El magisterio que ejercen sirve solamente para
incrementar la cifra de enemigos del pensamiento autónomo. Es que, mientras se
tenga un maestro que mande, los análisis serán superfluos, imponiéndose la
sumisión menos tolerable. En nombre de la libertad, romper los coros que gustan
a esos seres es una labor esencial. No podemos permitir que la sociedad se
convierta en un conjunto de creyentes descerebrados.
Nota pictórica. El guardabosque es una obra de Vasili Maksimov (1844-1911).
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