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El bostezo frente al prodigio intelectual




Es para mí un misterio que libros interesantes como los de Schopenhauer (¡y los míos!) no encuentren lectores.
Witold Gombrowicz

La indiferencia del prójimo es una muralla que destruye nuestra vanidad, pero también el deseo de influir en sus convicciones, acabar con ruindades. Es conocido que, pese al anhelo de favorecer a los semejantes, muchos intelectuales fueron incomprendidos cuando tomaron la palabra. La tasación de sus aportes se acostumbró a ser negativa. Esto se advierte al repasar las diferentes épocas. Porque el desprecio de las mayorías a esos quehaceres es igualmente contemporáneo. No reclamo por la falta de homenajes o glorificaciones literarias; censuro el pésimo trato que se otorgó a personas valiosas. Mi cuestionamiento podría sustentarse en numerosos ejemplos, puesto que esta calamidad tiene varios damnificados, cuantiosos mártires. No obstante, recordaré sólo tres víctimas que han querido iluminar un país de convulsiones tenebrosas.
Cuando supo que un periódico publicaría su primer artículo, Alcides Arguedas pidió permiso al padre para levantarse muy temprano, caminar por la ciudad y recibir inagotables felicitaciones. Estaba seguro de que, aunque fuese breve, su texto revelaría un talento excepcional. Suponía que, a partir de ese acontecimiento, su ingreso en los círculos intelectuales sería celebrado sin moderación. Con la confianza de quien se considera superior a un ambiente hondamente inculto, ese autor creía en un milagro. La realidad se ocupó de hacerlo entrar en razón. Es que los placeres de la fama no le fueron dispensados aquella jornada; su participación en el diario pasaría inadvertida. Fue la primera de muchas adversidades que le tocó afrontar. Como sucedió con otros escritores, la vida le hizo conocer sinsabores que probaron su fortaleza.
Mientras Arguedas no tuvo una fama precoz, quizá compensada luego con su renombre internacional, Carlos Medinaceli fue privado groseramente de aquélla. Se dedicó a la crítica con una lucidez poco frecuente; sin embargo, al margen de ser ensalzado por algunos amigos, su ministerio no tuvo el reconocimiento que merecía. Cuando uno revisa sus cartas, puede comprobar cuán espeluznante era la barbarie de quienes componían las sociedades donde vivió ese notable literato. Sus penurias patentizaron el rechazo a las tareas del intelecto. De nada le servía discurrir sobre Nietzsche, Gabriel René Moreno, la literatura francesa o los novelistas bolivianos; sus trabajos eran relegados por ser impropios del gusto oficial. Tal vez la suerte habría sido distinta si, al igual que varios congéneres, hubiera elegido alabar a políticos bestiales. Subrayo que no haya mancillado su pobreza con esa ordinariez.
La injusticia se percibe asimismo en este tiempo. Basta el caso de H.F.C. Mansilla para sentir la seriedad del problema. Sucede que los obstáculos a su labor en el campo del pensamiento reflejan una descompostura digna de antología. En lugar de disfrutar del trato que corresponde a un individuo preocupado por las reflexiones serias y la lucha contra los experimentos autoritarios, se lo castiga sistemáticamente con el desdén. Hay una privilegiada minoría que lo supo entender; demasiada gente, dentro y fuera del campus, la dispuesta a esquivarlo. Es correcto que sus meditaciones han sido destacadas en el extranjero; empero, salvando escasas excepciones, el destino no fue aquí generoso con un filósofo de tan recia envergadura. Sostengo que, entretanto experimentemos los efectos del salvajismo cultural, su impopularidad debe ser interpretada como algo elogiable. Éstos son los ostracismos que honran a sus protagonistas.

Nota pictórica. Autoretrato en el Moulin Rouge pertenece a Henri de Toulouse Lautrec (1864-1901).

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