Las causas nobles no disculpan los actos innobles.
Tzvetan Todorov
Es inevitable que
la versión de los triunfadores prevalezca. Esto pasa en las guerras, sublevaciones
y combates que, por diferentes razones, los hombres han perpetrado desde su creación.
No importa la cifra de atrocidades que los victoriosos hayan cometido;
generalmente, sus víctimas pierden el derecho a la denuncia, siendo marcadas
por las infamias, privadas del recuerdo histórico. Hay, pues, un relato que,
sin mayores alteraciones, debe repetirse durante toda la eternidad. Así, la
proliferación de virtudes impide cualquier crítica que tienda a aclarar los
acontecimientos. La misión sería glorificar sucesos que, en algunos casos, no
sirven sino para revelar las perversidades del ser humano. Cuando nos topamos
con esta realidad, conviene levantar la voz e intentar que las alabanzas sean pulverizadas.
Esto exige pronunciar verdades que, aunque carezcan de patrocinio editorial,
puedan acabar con los mitos del vencedor.
Seis
décadas después de la gesta del Movimiento Nacionalista Revolucionario, sus
despropósitos me siguen pareciendo tan relevantes como los escasos aciertos que
se hicieron en esa época. Verbigracia, sostener que un grupo oligárquico era
responsable de todas las desdichas y, por tanto, debían ser estatizadas sus
riquezas es un argumento perpetuamente imbécil. Cuando esa denuncia fue planteada,
logrando luego la categoría de dogma, se omitió considerar cuestiones ligadas a
una mentalidad que, compartida por muchos individuos, había propiciado el
estancamiento. Algo similar podemos concluir al conocer de sus ataques a potencias
extranjeras, ese recurso que los populistas emplean para conseguir apoyo del
vulgo más insensato. Tal como sucede hoy, fueron varios los modos de justificar
fracasos, en distintos sectores, utilizando ese medio. Nada rescatable puede
hallarse en esa doctrina de índole nacionalista, iliberal hasta la náusea, que
impulsó dicha revuelta.
Una
democracia superior no es aquélla en la que, sin reflexión previa y obedeciendo
dictados de un partido, todos pueden acudir a votar. Así, el sufragio pierde la
importancia que fue atribuida por quienes se esforzaron para consolidarlo,
quedando reducido a instrumento de los demagogos. Empero, éste fue el ejercicio
de los derechos políticos que incentivaron las huestes del MNR; no se deseaba
contar con ciudadanos ilustrados, cuyo repudio al autoritarismo fuese palpable,
sino tener masas destinadas a respaldar sus candidatos. Reconozco el valor del
voto universal; no obstante, su legalización es insuficiente si pensamos
construir una mejor sociedad. Debemos recordar que las urnas consagraron
también a tiranos.
Los
emenerristas son responsables de haber agudizado problemas de corrupción,
pereza e ineptitud en el ámbito público. Sus militantes se creyeron capaces de asumir
cualquier función, resultando indiferente que ésta demandara una determinada
formación profesional. Esos empleados reforzaron una cultura proclive a las
disputas con la legalidad, maltratando al semejante cuando éste no era
correligionario. Por cierto, si el respeto a las libertades civiles y políticas
es útil para evaluar un régimen, los gobiernos revolucionarios deben ser
aplazados. No aludo sólo a esa grosera vulneración de la propiedad agraria que,
al final, fue contraproducente. Hubo peores abusos. Evoco a las personas que, por
haber osado cuestionarlos, fueron torturadas en siniestros campos de
concentración. Con certeza, Curahuara, Corocoro, Uncía y Catavi patentizaron lo
más ominoso del proceso.
Nota fotografía.
La imagen que ilustra el texto fue captada por Antoine Courmont.
Comentarios