En el sepulcro no hay
bastante olvido
para aquesta injusticia
sin sentido:
penar por una deuda no
debida
y por la vida que no se
ha pedido!
Franz Tamayo
La madurez ordena
que reconozcamos nuestros errores. Lo último que alguien debe discutir es su
completa inocencia. Generalmente, somos responsables del problema que afrontamos,
así como de su solución. La inteligencia se advierte cuando superamos un
obstáculo y no insistimos en contemplarlo, esperando a otro que pueda
destruirlo. Mientras nos detengamos en hallar motivos que justifiquen nuestras
equivocaciones, acusando al semejante de haberlas provocado, el estancamiento
es seguro. A nivel estatal, la denuncia de enemigos externos que confabulan
para multiplicar las desventuras se convierte en un despropósito mayúsculo. La
regla es que esas imputaciones sean infundadas. No importa que, para exagerar
la ofensa cometida por una república poderosa, el acusador se nos presente con
vestimenta de mendigo. Esas tesis paranoicas son útiles sólo para eternizar
mitos que favorecen a demagogos.
En
«El Congreso», Jorge Luis Borges cuenta que un boliviano propone debatir el
enclaustramiento marítimo de su nación, pues era una cuestión lamentable. La mención
es breve, pero evidencia el conocimiento de un clamor tan histórico cuanto
vigente. Por desgracia, ese personaje podría representar a más de un ciudadano
que residiera en este país. Desde la
infancia, pese a las deficiencias de un sistema educativo que persiste en los
fracasos, se trabaja para renovar esa queja. Sin dejar lugar a la réplica, los
docentes enseñan que, por efecto de esa invasión, el panorama será siempre negativo.
Ello habría sido distinto si se hubiera evitado ese lance o, lógicamente,
triunfado en sus distintas batallas. Dado que nada de esto sucedió, sino una
categórica derrota, el patriotismo exige deformar la realidad hasta complacerlo.
Es
el pretexto que, de forma cíclica, se utiliza para no aceptar la culpa en lo
concerniente a pobreza y atraso. Diestros en esquivar responsabilidades, muchos
gobernantes han asegurado que, por falta de litoral, el progreso se ha tornado
difícil, acaso imposible. Poca importancia se concede a militaradas, tiranías e
idioteces económicas que fueron consumadas durante las últimas centurias. En
lugar de reconocer los aciertos del antiguo rival, cuyo avance es irrefutable,
se sigue una línea que suele caracterizarse por las acusaciones disparatadas. Según
esta óptica, los chilenos son perversos porque vencieron a dos países juntos,
consolidando el dominio sobre un territorio que había sido abandonado por
Bolivia. No interesa que hayan creado instituciones eficientes ni su acceso al
mundo desarrollado. En suma, son culpables de todo lo malo que haya pasado
desde fines del siglo XIX.
Si
uno accede a participar en una contienda, incluso aliado con quien respalda sus
antipatías e intereses, debe saber que ganar es contingente. La derrota es una posibilidad
que no se aconseja menospreciar. Admito que la guerra no es el medio ideal para
resolver desavenencias; sin embargo, ha sido provechosa en varias
oportunidades. Lo deseable es que, acaecido el final del lance, ambos combatientes
acuerden una convivencia pacífica. Con este objetivo, debe consentirse una
situación distinta de la que había antes del conflicto. Es natural que quien
triunfe resulte beneficiado; habiendo mostrado eficacia, sus esfuerzos merecen recompensa.
Probada la superioridad guerrera, entre naciones civilizadas, cabe esperar que
se pacte una paz bajo esas condiciones. Restablecida la concordia, es menester pensar
en el futuro, dejando de lado esa pugna que puede volverse caprichosa.
Nota pictórica. Arlequín y Pierrot es una obra que fue
creada por André Derain (1880-1954).
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