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Conocer, el presupuesto de nuestros quehaceres




El conocimiento no daña. Sólo pueden causar gran daño el malvado que usa conocimiento y el ignorante que se rehúsa a averiguar antes de actuar sobre el prójimo, o que pretende coartar la libertad de averiguar.
Mario Bunge

Conocer debe convertirse, sin excepción ni aplazamiento, en un hábito que todos practiquen. Nada serio puede objetarse respecto al aumento de nuestros saberes. Es el presupuesto de tareas que, como individuos críticos, nos incumbe cumplir. Descartada la opción de ser genios por inspiración divina, solamente mediante esa vía podremos abandonar las tinieblas. Porque no hay peor oscuridad que aquélla causada por la ignorancia. Sé que no es vital acercarse a la cultura, ilustrarse, ampliar el dominio de temas; sin embargo, desde nuestra óptica, no existen alternativas. Todo lo que hagamos en ese afán será fructífero. Una vez que comenzamos a incrementar los conocimientos, labores como juzgar, crear y actuar se hacen de manera satisfactoria. Al efectuar esta clase de quehaceres, las personas ejercen su derecho a ser libres, tomando decisiones que evidencian madurez.
Si queremos valorar la verdad, bondad o belleza, debemos conocer aquello que haga posible elaborar seriamente una apreciación como ésa. La crítica está precedida del acatamiento de esta obligación. No es reprochable que alguien pretenda desempeñar el oficio de censor, sino intentar lograrlo sin fundamentar sus dictámenes. Debe haber siempre criterios que, consagrados en el pasado, permitan realizar esa función. Pasa que, entretanto aspiremos a evitar el absurdo, no existe otro modo de hacerlo. Dejarse conducir por el instinto puede ser efectivo en los aposentos, pero poco atinado cuando se juzga una creación del prójimo. Hasta la calificación moral de un comportamiento exige que, con carácter previo, hayamos aprendido cómo llevarlo a cabo. Son distintos los caminos que se nos ofrecen con ese objetivo; su examen es preciso para encontrar una ruta personal.
No creo en el esplendor de pensadores o literatos que, negándose a estudiarla, rechazan cualquier contacto con la historia. Desconocer lo que, antes de nuestro surgimiento, se ha hecho en esos ámbitos es una falta severa. En la filosofía, resulta difícil que haya originalidad, más aún cuando no se han examinado los planteos de las otras épocas. Las meditaciones que han sido consumadas desde hace más de dos mil seiscientos años, cuando este apego a la sabiduría hizo su aparición, merecen respeto. Asimismo, si bien la escritura no condiciona su disfrute al conocimiento de composiciones ajenas, dedicarse a ésta sin acompañarla por ese goce es una necedad. Es cierto que pueden redactarse textos sin leer a Cervantes, por ejemplo; empero, quien aprecie genuinamente ese arte no debe incurrir en este tipo de omisiones.
Por último, concebir la política como un asunto eminentemente empírico es una insensatez. No basta la ejecución de acciones, sean éstas proselitistas, oficialistas u opositoras, para trabajar en ese campo. Nos hemos acostumbrado a percibir una estremecedora incultura entre quienes pugnan por conseguir apoyo del electorado. Según parece, son pocos los que, leyendo a quienes han reflexionado con acierto, se preparan para intervenir en los negocios públicos. Sospecho que la mayoría se decanta por tener una pésima relación con los libros. Ellos consideran prescindible algo tan primordial como la formación intelectual. Este mal puede explicarse gracias a la predilección por el activismo que impera en nuestros días. En lugar del debate de ideas, donde cada uno puede exponer argumentos, se prefieren las movilizaciones ruidosas e indoctas. Mientras esta fobia al conocimiento se mantenga, no corresponde imaginar ningún progreso.

Nota pictórica. Contando las olas es una obra que pertenece al pintor André Bertounesque (1937-2005).

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