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Párrafos hastiados del crimen





La delincuencia merodea entre nosotros, pero ¡cómo nos guarecemos de ese golondrino en la axila que es el «delincuente»!
Elías Neuman


A veces, pese a creer en el perdón humano, incluso practicar una caridad que no es postiza, me complace imaginar los beneficios del fallecimiento de algunos sujetos. Es indiscutible que la sociedad puede prescindir de quienes optan por intentar estropearla, vulnerando sus convenciones, agrediendo a los mortales que desean vivir sin ser fastidiados ni perjudicar al semejante. Sé que, por diversos motivos, yo no podría tomar una escopeta y terminar con un par de malhechores. Lo fundamental es que tengo un legado judeocristiano difícil de suprimir, el cual me aleja del ajusticiamiento. Empero, esto no significa que, cuando tomo conocimiento del fin de violadores contumaces, asesinos a carta cabal, ladrones sin escrúpulos, me sienta un poco aliviado. Alguien sufrirá porque ese delincuente ya no respira, pero, por efecto de su deceso, unos cuantos eludirán el contacto con el crimen.
A diferencia de cuantiosas personas, declaro que no me he acostumbrado a convivir con el delito. Su presencia me sigue pareciendo irregular, opuesta a la normalidad que uno anhela. La resignación a los embates de criminales que nos mortifican es inaceptable. Rechazo la convicción de que su imperio sea ineludible. Con estupor, en más de una ocasión, he escuchado narrar atracos como meras anécdotas. Debe haber el miedo inicial, pues son pocos los hombres que adoptan una postura heroica en esos momentos. Desde luego, el temor a perder la existencia, prohibiéndosenos un mañana que podría ser venturoso, suele inhibirnos de cometer hazañas. Lo ideal es que ese pavor sea cambiado luego por indignación, generando reclamos a quienes son llamados a librar, junto a nosotros, esas batallas.
El sistema muestra sus peores miserias en todo aquello que concierne a la política criminal. A lo sumo, en ese campo, el mandato ha sido no abandonar las fronteras de la mediocridad. Desde la irrupción de este país, prevención, represión y rehabilitación son conceptos que no rebasaron los límites del campo teórico. Encontramos numerosas leyes que fueron confeccionadas con ese propósito; sin embargo, ninguna tuvo éxito. Cuando se observan, las normas penales son útiles para enriquecer a jueces, diligencieros, fiscales, abogados e innumerables policías. Ningún entendido en el asunto, que cuente con un mínimo de honradez, podría negar esta realidad. Basta visitar alguna de las penitenciarías del Estado para contemplar ese fracaso. Es el lugar de la reinserción social, fin supremo del castigo que impone un tribunal al delincuente, mas únicamente sirve para mejorar destrezas.
    Si hay una reforma que pudiere ser efectiva, ésta tendría naturaleza individual. Tenemos que partir del sujeto para gestar los grandes cambios. Comprendo que deban considerarse también factores externos, objetivos. No desconozco el valor de las reglas sensatas e instituciones que aseguran un orden determinado. El punto es que sigo pensando en la cuestión cultural. Por esta razón, formar a personas con una ética insobornable, aun cuando suene ilusorio, es la mayor arma que poseemos frente al delito. La decadencia puede ser contrarrestada gracias a esa clase de seres. Sin descuidar el tema del castigo, elijamos el fortalecimiento de las medidas educativas. Es cierto que la desaparición del mal y sus practicantes resulta imposible; no obstante, debemos continuar apostando por su consecución. Permitir que las vilezas se propaguen es una falta imperdonable. No esperemos que la paz llegue sin demandar mucho esfuerzo a cambio.



Nota pictórica. Escena del infierno es una creación de Antoine Joseph Wiertz (1806-1865).

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