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El hombre es capaz de rectificar sus
equivocaciones por medio de la discusión y la experiencia.
John Stuart Mill
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Cuando Sebastián
Piñera Echenique triunfó en Chile, la emoción de las personas que apuestan aquí
por el liberalismo era descomunal. La victoria no debía celebrarse sólo en ese
país, pues, cansados de los avances del populismo latinoamericano, todos merecíamos
festejar lo que parecía principiar una nueva era. Cabe aclarar que, como no soy
siervo de la ingenuidad, nunca imaginé soluciones mágicas. No es accidental
que, desde su creación, estas naciones hayan sufrido las perversiones del
autoritarismo. Como lo han diagnosticado varios pensadores, el problema de
fondo tiene una índole cultural. Son muchas las generaciones que fueron
formadas en la escuela del rechazo al individuo y su libertad. Prácticamente, se
ha considerado normal incentivar las predilecciones que fundan el sueño de materializar
utopías colectivistas. En este escenario, resulta difícil tener un discurso exento
de marxismo.
Aun
sabiendo lo anterior, por contar con la doctrina más grandiosa que hayan elaborado
los hombres, es llamativo el número de nuestras derrotas. El conocimiento de
resultados electorales suele ser una vivencia que nos amarga la noche. Revisamos
las peroratas de quienes obtuvieron la gloria y no encontramos sino motivos
para vilipendiarlos; sin embargo, por diferentes razones, sus adversarios no
consiguen vencerlos. Lo peor es que, en lugar de cambiar tendencias perniciosas
del ciudadano, se opta por fortalecerlas. La impopularidad de las máximas
liberales hace que ningún candidato asuma, con claridad e intrepidez, su
amparo. La regla es que uno elija entre distintas especies de progresismo. Será
siempre excepcional hallar a un sujeto que se sitúe frente al bando de la
izquierda, ofreciendo programas completamente antitéticos.
El
orgullo de ser liberal es declarado generalmente en la clandestinidad. No
exagero cuando sostengo que esta rareza se percibe en círculos reducidos.
Tal vez por ignorancia, pues su falta de preparación intelectual es común, ni
siquiera los empresarios que se benefician del ideario le rinden tributo,
reconociendo su valor, anunciando patrocinios. Yo sé que Mario Vargas Llosa
contribuyó a moderar ese problema; sus intervenciones han servido para terminar
con algunas cobardías. Pero la excelencia de los discursos que pronuncia no basta
para figurar cambios significativos en el subcontinente. La realidad es lamentable,
mas somos todavía responsables de su transformación. Mientras no logremos modificarla,
aumentando la cifra de partidarios del mundo libre, las satrapías que
intoxican esta parte del planeta continuarán renaciendo.
El
reto está en no abandonar una cruzada que, a pesar de los obstáculos colocados
por la época, permitirá nuestro sosiego. La única opción es reduplicar el
trabajo efectuado hasta este momento. Por cierto, los inminentes fallecimientos
de tiranos no deben aliviarnos. Lo menos aconsejable es aguardar la ejecución
de condenas dispuestas por enfermedades terminales. Fidel Castro debería
habernos enseñado lo deleznable de tal ilusión. Además, ninguna muerte nos
librará de las supercherías que les ayudan a ganarnos. Recordemos que, a lo
largo de la historia, las patrañas del tercermundismo han tenido variados
representantes. No hay mal que asegure su extinción. Otra vez, la cuestión gira
en torno a ideas, planes, proyectos, esos dislates que, hasta la extenuación,
han sido divulgados por sus predicadores. Estemos seguros de que, incluso sin
los caudillos del presente, esa patología podría continuar mortificándonos.
Nota pictórica. La derrota de los titanes es una obra
que pertenece a Jacob Jordaens (1593-1678).
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