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El intolerable triunfo de la corrupción




La moral colectiva en este punto, insisto, está absolutamente descarriada. Allí no es virtud común la honradez económica.
Alcides Arguedas

Admito que la burocracia es un mal necesario; no obstante, a menudo, sus vicios me terminan enfureciendo. No es suficiente la mediocridad de quienes integran esa casta. Nadie ignora que, salvando algunas excepciones, su designación fue producto del trabajo realizado a favor de quienes gobiernan; por ende, no se debe esperar una eficiencia ejemplar porque la contratación tuvo designios diferentes. La torpeza es un inconveniente que debemos acostumbrarnos a enfrentar en ese ámbito. A este problema, ciertamente severo, se suma otro que refleja la indigencia moral de su agente. Me refiero a la corrupción, ese oprobio que logró ser idolatrado por cuantiosos sujetos. Los cohechos, la defraudación y las malversaciones de fondos públicos continúan siendo irritantes; no importa que muchos lo consientan. Sin duda, mientras tengamos vida, vale la pena intentar su descrédito.
Señalen una oficina pública y, sin demora, podremos especular acerca de cuánta venalidad alberga. Desde hace bastante tiempo, acabar con los funcionarios corruptos es una utopía. No recuerdo un solo Gobierno que hubiese tenido éxito en ese cometido. Pueden recordarme la detención de unos cuantos empleados del Estado, aun resaltar cómo fueron embargados sus bienes para lograr el resarcimiento que correspondía; empero, nada prueba una victoria definitiva sobre esa desventura. Procesar a malhechores de pacotilla no es útil para demandar loas. No discuto la importancia de condenar a los miserables que perpetran esas irregularidades por migajas. La cuestión es que hay impunidades de mayor peso. En esos casos, parece que ninguna penalidad consigue afectar a sus protagonistas: ellos han sorteado investigaciones del Ministerio Público, tormentas mediáticas, insultos de ciudadanos indignados.
Esa enfermedad consiguió invadir el sector privado. En efecto, a fin de recibir comisiones u otro tipo de favores, las reglas son también allí vulneradas. Verbigracia, la existencia de privilegios basados en el parentesco evidencia ese defecto. La igualdad ante las normas no se concibe como un principio que, si queremos tener una convivencia decente, debamos defender a ultranza. Los parámetros aplicados tienen otra calaña. Acostumbrados a mecanismos seguidos por burócratas al eludir el cumplimiento de las leyes, innumerables empresarios eligen ese camino en sus actividades particulares. Es extraño el deseo de sancionar cualquier trasgresión que pervierta el orden establecido. No estoy desconociendo la presencia de personas con una conducta distinta; me limito a subrayar el proceder del grupo mayoritario.
Son pocos los que se resisten a estimular esas prácticas. Pasa que, si cualquiera decide actuar conforme a su concepción de honradez, los infortunios pueden ser graves. Las expiaciones se traducen en demoras, extravíos, rechazos por incumplimiento de requisitos o un silencio despreciativo. El camino de la legalidad contará siempre con tormentos. Ésta es la consecuencia de una victoria que no pierde vigencia. Sin embargo, aunque esa abominación tenga la complicidad del prójimo, yo seguiré considerándola como un hecho censurable. La ética exige que no abandonemos el propósito de fustigar a quienes incurren en esas inmoralidades. Olvidemos los cambios dispuestos por leyes; tal incivilidad comenzará a ser extinguida cuando cada uno resuelva vivir como lo hace un individuo de bien. La revocación de su victoria es aún posible. Dejemos de tolerar una realidad que debería desatar únicamente cólera.

Nota pictórica. El cuadro La masacre fue forjado por Renato Guttuso (1911-1987).

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