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Censurando al poder

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La libertad no es ni una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una posibilidad que se actualiza cada vez que un hombre dice No al poder, cada vez que unos obreros se declaran en huelga, cada vez que un hombre denuncia una injusticia.

Octavio Paz

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El poder se irrita cuando quienes debían adorarlo, prometiendo sumisión absoluta y cumplimiento de todas sus órdenes, pronuncian un monosílabo: no. Basta este acto para que, desde la perspectiva gubernamental, empiecen a centuplicarse las preocupaciones. La utopía de tener a súbditos que, con una disciplina propia del cuartel, ofrezcan su vida para salvar el régimen se vuelve irrealizable. Es una demostración de las virtudes que motivan nuestro lugar en la jerarquía zoológica. Nada tan natural como el rechazo a las uniformidades, esas clases de homogeneidad que creen posible suprimir aspectos esenciales del hombre. Porque, aunque las lecciones históricas sean deliberadamente obviadas, a fin de no asumir responsabilidades en genocidios e incalculables torturas, se debe reconocer que dicha pretensión es quimérica. Refutar esto es lanzarse de cabeza contra un muro que, aun cuando seamos macrocéfalos, no cederá en absoluto. Nunca faltarán individuos que se resistan al dogmatismo, personas con la dignidad suficiente para denunciar a los oscurantistas, levantarse ante las aberraciones. Es factible que consigan el silencio de sus censores gracias al panteón o, apelando a una medida contemporánea, en virtud del fallo dictado por un juez afín al partido. Serían las únicas maneras de obtener sólo aprobaciones por parte del ciudadano; una vía distinta, sin falta, conlleva riesgos demasiado altos para esos proyectos. Por suerte, ni siquiera los arrendamientos de penitenciarías, cementerios o campos de concentración en el extranjero satisfarían la demanda local. Es dable planificar el control del conjunto; inviable, consumar una abominación como ésta. Hasta en el lugar menos esperado, alguien se dará cuenta de la insensatez y, extenuando su garganta, declarará que no está conforme con quien ansía oprimirlo. En ese instante, cualquiera podrá tomar la saludable determinación de secundarlo, acometiendo agredir asimismo al enemigo. De esta forma, si no desaparece la valentía, comenzará a desportillarse el castillo que intentaba levantarse sobre cuantiosas vidas. Ése es el valor de la primera negación, del acontecimiento que prueba nuestra humanidad.

Cuando uno se niega a seguir la línea marcada por los gobernantes, decide recordarles que han violado los límites establecidos para defendernos del autoritarismo. La invasión de los espacios donde impera el individuo, ejerciendo una soberanía que ninguna burocracia puede anular, provoca esa indignación. Siendo maduros, no podemos tolerar que nadie burle las reglas impuestas por la libertad política; en consecuencia, cabe actuar cuando ello sucede. Permanecer taciturnos, inactivos, petrificados es autorizar que se nos trate como seres sin conciencia de su autonomía. Al manifestarnos acerca de los abusos, el rechazo a las maldades se torna palpable. No se trata de un hecho intrascendente; aun siendo solitario, evidencia una reprobación que puede incomodar a los oficialistas. En lo venidero, quedará demostrado que alguien se rehúsa a compartir el destino ofrecido como contraprestación de la más borreguil obediencia. Habrá un elemento que discuerde con el resto, una nota que pueda generar desarmonías insoportables. Existirá una impugnación concreta a las mentiras que se emiten sin cesar. Pasa que, en general, la subordinación ambicionada es voluntaria, por lo cual encontramos argumentos, así sea pedestres, empleados para lograr ese objetivo. Sin embargo, como no todas las personas son descerebradas, la táctica persuasiva, frecuentemente embustera, es sucedida por las amenazas y el horror. En este marco, la obligación de acatar los mandatos se hace mayor, pues su ausencia revela flaquezas que ningún régimen debe mostrar. Previendo el crecimiento de objeciones, los enemigos públicos amplían su número. Lo curioso es que, para conseguir la condena social, no se aduce un desacuerdo con el Gobierno, sino una traición al país. Todos son conminados a fustigar al que procure distanciarlos del trayecto oficial. Pero muchos sujetos reconocerán en ese supuesto antípoda al semejante que les regala un pretexto para sumarse a la lucha. Será la voz que, con un gesto sencillo, nos invite a valorarnos, cuestionando las prácticas degradantes, los sometimientos causados por la megalomanía.

Callar ante las arbitrariedades de una tiranía, formidable o mediocre, no refleja sino miseria. Es verdad que no pedimos nacer con libertad; empero, cuando ya nos hemos percatado de esta situación, invariable mientras intentemos ser humanos, la tarea parece ineludible. Permitir que otros puedan privarnos de tomar nuestras propias decisiones, aduciendo intereses superiores, equivale a incurrir en una renuncia nada meritoria. La claudicación favorece al autor de las monstruosidades que desean subyugarnos. Cuando se recupere la cordura, pocas cosas serán tan imperdonables como el apoyo a un grupo que, intoxicado de majadería, quiso acabar con toda civilidad. Por lo tanto, cualquier medio será útil con el propósito de señalar sus aberraciones, apuntar los sucesos que deberían ser aborrecidos. Nuestro criterio tiene que abandonar la intimidad para ser lanzado en busca de apoyo, pues, como se sabe, los respaldos del prójimo son necesarios cuando perseguimos fulminar las prácticas despóticas. Incluso los mecanismos que, con la mediocridad de siempre, son operados por la otra parte deben ser explotados sin aprensiones. La misión es no admitir que se malgasten las oportunidades de vocear nuestro repudio. Por ello, al ofrecerse la posibilidad de acudir a las urnas, no se debe aceptar ninguna vacilación. Numerosas contiendas nos obsequiaron este privilegio; si bien interesa su respeto, por mínimo que sea, no podemos renunciar al ejercicio de ese derecho. No habrá irregularidad alguna que pueda ocultar el malestar de la ciudadanía, los enfados provocados por su bestialidad. No es vital que solamente una minoría piense así; en varias ocasiones, un individuo ha sido el único capaz de notar las abyecciones consentidas por los demás mortales. Quizá la senda que abra un sujeto pueda ser hollada luego, en una cifra cada vez mayor, por los partidarios del mundo libre. Mantengo la esperanza de que los buenos ejemplos puedan ser también tomados en cuenta.

Yo estoy obligado a expresar la repulsa desatada por las desgracias del último lustro. Ha sido una época que debe ser considerada por los historiadores del totalitarismo, un lapso en el cual dominaron las ideologías sanguinarias e inconducentes. Las razones que sustentan mi postura son legales, lógicas y éticas. Se han acumulado tantos motivos que ignorarlos es una especie de pecado mortal. La indiferencia no es una opción válida. Estimo que alimentar el abstencionismo es un error colosal. Resulta imperativo que no haya resquicio alguno, imperceptible o patente, merced al cual se hilvanen sofismas sobre apoyos tácitos. El pronunciamiento tiene que ser inequívoco. Debe dejarse constancia de que las barbaridades no se aguantarán indefinidamente. Pueden exponer encuestas de todo tipo, publicar datos en torno a una popularidad estremecedora, envanecerse del triunfo sobre los opositores; no obstante, en mi opinión, sus vicios continuarán siendo palmarios. La negligencia de las fuerzas antigubernamentales no tiene por qué impedirme deplorar, conforme a sus propias reglas, lo hecho hasta el momento. Aunque las elecciones sean normadas por ellos, aun diseñadas con el objeto de convalidar reclutamientos en la esfera judicial, uno puede todavía censurarlos. Sus ánforas deben servir como depósito de nuestro desprecio. Esto no significa descartar la contingencia del fraude; el tema es que, hasta siendo éste gigantesco, habrá reconocimiento de la disidencia. Por fortuna, ya no tienen el poder que permitía efectuar omisiones tan abismales. Estemos convencidos de que nuestra furia será computada. En lugar de oír ecos placenteros, se chocarán con el sinsabor que causa la respuesta indómita. Procediendo de este modo, se tendrá la certidumbre del enfado que sus acciones producen. Malgastando los recursos fiscales, pueden seguir incrementando sus huestes, mas no conseguirán la incorporación de las personas que, pese a todo, quieren preservar su libertad y, cuando se les deja, criticar los oprobios del Gobierno. El reto es obrar según lo planteado por Solzhenitsyn: «No hay que encogerse de hombros, alegando estar desarmados, ni entregarse a una vida despreocupada, sino ¡dar la batalla!».

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Nota pictórica. El levantamiento es una creación de Honoré Daumier (1808-1879).

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