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Oposición y unidad condicionada

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Cuando los asesinos fascistas están a las puertas, no conviene azuzar al pueblo contra el gobierno débil. Pero tampoco la alianza con el poder menos brutal implica la necesidad de callar las infamias.

Theodor W. Adorno y Max Horkheimer

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Mientras la democracia disponga cómo deben elegirse a los gobernantes, lograr el respaldo mayoritario de quienes votan será indispensable. Es cierto que las reglas de la competición política pueden ser violadas por el oficialismo, impidiendo una genuina pluralidad o minando las potestades del ciudadano; sin embargo, entretanto haya ese marco, nos incumbe su aprovechamiento. Aun las repugnantes mentiras que son difundidas en campañas protagonizadas por los agentes del régimen, al margen de su categoría, se toparán con el escepticismo. Porque, si bien los resultados de las últimas elecciones no lo demuestran, hay todavía muchas personas que son reacias a soportar la imbecilidad. Esos sujetos, dotados de virtudes que reconoce un orden republicano, justifican la búsqueda del triunfo. Ellos son los que deben motivar uniones, acuerdos destinados a retomar el poder. Hablar de cohesión es ideal, pues la fuerza del contrario exige relegar las mezquindades para conseguir su caída. Obviamente, ningún tipo de alianza debe ser irrestricta. En el terreno de las asociaciones que tienen esos móviles, no se sugiere celebrar pactos acríticos. Puede unirnos el propósito de obtener la victoria, pero alejarnos los medios que se usen con esa finalidad. Cada individuo es libre de pensar por su propia cuenta; más aún, debe hacerlo si procura evitar el servilismo. Esto hace que, al aglutinar a varios hombres, el grupo pueda sufrir por disidencias. Resumiéndolo, la existencia de acuerdos entre los que quieran el triunfo resulta provechosa, tal vez obligatoria, aunque nunca intocable. La revisión permanente de un enlace tiene utilidad si se confía en su perfeccionamiento, es decir, en tanto no adoptemos posiciones dogmáticas.

El cometido de los opositores no debe desdeñar la base teórica que puede fundar su realización. Es insuficiente que se coincida en insultos al Gobierno, antipatías, repulsiones; necesitamos también de ideas. Contando con valores, principios y planes, no habrá dudas acerca de la orientación que tendrá el proyecto. Aclarado el panorama, la fiscalización del avance será posible. Se sabrá la ruta que viabiliza el progreso de nuestra lucha. Además, cuando hay esta transparencia, la suma de partidarios es un hecho que puede sorprendernos. Admito que suena ilusorio; no obstante, existen personas capaces de juzgar propuestas, ponderarlas, sopesarlas antes del respectivo apoyo o desaprobación. De acuerdo con esta óptica, lo primero que importa es el sustento de las acciones. No basta el nivel de adrenalina que desencadene una movilización, las tentaciones del deporte extremo en relación con las protestas, el beneficio generado por la huelga. Si el objeto es oponerse al poder imperante, una pregunta central nos demanda que reflexionemos sobre los efectos perseguidos. Normalmente, esta clase de interrogantes se contesta cuando hay una meditación previa e impecable. Suponer que los temas se dilucidarán junto con el desenvolvimiento de la marcha, aun siendo ésta pesada, es un disparate. Se hace ineludible saber adónde nos dirigimos, tal como conocer por qué lo hacemos, para no aceptar las invitaciones del retroceso. Por todo ello, quitando a los mentecatos, nadie debería pensar que nuestra pugna pueda carecer de fundamentos doctrinarios. Imaginemos que, por dictado del azar, destino u obra personal, accedemos a los órganos encargados de administrar el Estado. Una vez ahí, ocupando puestos que anhelábamos explotar para enmendar los despropósitos del pasado, sería forzoso contar con alguna guía. Vivir sin criterios que muestren por dónde seguir es deplorable. Aunque los perjuicios que causemos jamás sean superiores a las calamidades del actual Gobierno, problemas de ubicación podrían llevarnos al abismo.

Con seguridad, el ideario nos depara los propósitos que debemos alcanzar. La renovación de nuestra esperanza encuentra allí una fuente incesante. Quien haya leído un manifiesto fundacional de cualquier facción sabe que puede servir para estimular a sus tributarios, garantizar una lealtad ejemplar e incitar al trabajo intenso. Recalco que su importancia no es mínima. Pero, aun cuando esto sea indiscutible, hallamos otro elemento que debería ser determinante para nuestras alianzas: la ética. En este caso, me refiero al obrar que trasciende los ámbitos de la política. Sucede que, sin excepciones, el comportamiento de quienes nos acompañan en la lidia debe ser íntegro. No interesa vincularse a seres que tengan un proceder vomitivo, indignante, vil. Creo que conviene dejar las ruindades a los gobiernistas. El principal contraste que se muestre a los demás sujetos debe partir de la cuestión moral. Aspirar a que la supremacía se perciba en ese campo es necesario. Tiene que unirnos la rectitud, una clara inclinación por el bien de los individuos, así como un rechazo irreductible a las injusticias. No corresponde aguantar indecencias en aras de mantener afiliaciones. Ninguna de las características del partido gobernante debe asomar por nuestros dominios. Siguiendo esta línea, el opositor será un ejemplo del ciudadano que deseamos contribuir a formar. Lo adecuado es que su brillantez se advierta en todas las facetas imaginables. Un pésimo ejercicio de la libertad será siempre negativo para el grupo. No se deben consentir las complicidades que ayuden al correligionario. El socio que desconozca esto habrá optado por abandonarnos. Es irrelevante que sea un gran líder o ideólogo; el fin del vínculo, hasta por medio de la exclusión involuntaria, resulta obligatorio. Lo mismo pasaría con los individuos que siguieran su camino, siendo indiferente la cifra. El proselitismo no puede ser un acto meramente cuantitativo, menos aún cuando consideramos a los guías del proyecto. Sin esa especie de conductas, no tendremos autoridad para batallar por el poder.

Una asociación que tenga pretensiones políticas no debe tolerar la idiotez del caudillismo. Desde la cumbre hasta el basamento, nadie es irreemplazable. De hecho, según las circunstancias, más de uno tendrá que llevar a cabo el suicidio altruista del que hablaba Durkheim. Estimo comprensible que las distintas cualidades motiven la distribución de papeles, tareas, cargos. Siendo los humanos diferentes por naturaleza, las virtudes que posean permitirán desempeños en variados sectores. Pero esto no quiere decir que coloquemos en la cúspide a ningún profeta, sometiéndonos al conjunto de sus dictados y absteniéndonos del menor cuestionamiento. Cuando llegue la salvación, ésta será el producto del esfuerzo que hagan innumerables mortales, cada cual desde donde le tocó trabajar. Es acertado que se requieran dirigentes; lo patológico parece buscar representantes con aires de divinidad, soberbios, megalómanos. Como la ambición de estos hombres es inconmensurable, su traición puede llegar en cualquier momento. Es aconsejable no encumbrar a ese tipo de gente. No hay que depender de mesías alguno para concretar el sueño. Esta condición se explica porque nuestra cruzada debe mantenerse firme, incluso en épocas venturosas, independientemente de la persona que se anime a favorecerla. El desafío es que, una vez levantada, la obra pueda conservarse sin experimentar mellas significativas por el deceso de algún integrante del bloque. Así, serán las ideas y no los individuos quienes dirijan esta causa. Encuentro razonable que, conforme a lo anterior, la infracción de los postulados se sancione con el distanciamiento. No se trata de salvaguardar credos; el propósito es respetar las bases que facilitarán nuestro acceso a la gloria. Quienquiera contribuir al ocaso del actual régimen no puede sino tomarlas en cuenta para su defensa. Actuar de manera contraria es aportar a la prolongación del caos.

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Nota pictórica. El Consejo de la Real Academia eligiendo pinturas para una exposición pertenece a Charles West Cope (1811-1890).

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