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Humanización de los campus cruceños

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La educación que necesitaremos deberá ser una que nos permita exponer, defender, aplicar y posiblemente inventar una ideología política.
Michael Oakeshott
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En la primera mitad del siglo XIX, mientras escribía sobre los héroes de las letras, Thomas Carlyle apuntó: «La verdadera Universidad es hoy una buena colección de libros». Este autor británico pensaba que, merced a la imprenta, el valor del campus se reduciría bastante, pues las lecciones ya no serían impartidas sólo en sus recintos, lo cual habría sido determinante para mantenerse vigentes. Catedráticos visitarían a estudiantes en sus hogares, sorteándose molestias que son propias de las actividades discipulares. Sería una anécdota de otra época la permanencia prolongada en aulas que acostumbran hastiar al semejante. Por supuesto, los años pasaron y la opinión del encomiasta de Napoleón no pudo cristalizarse en clausuras institucionales; al contrario, esas entidades se reprodujeron hasta causar vértigo. Con todo, admito que los beneficios del autodidactismo, practicado por la generosidad de distintos autores, pueden superar a las ganancias que se obtienen en cualquier curso. No es factible discutir que la soledad suele ser un venero de placeres cognoscitivos. Es pertinente subrayar que, a lo largo de la historia, muchas lumbreras no tuvieron ningún título conferido por academias, desplegando su ingenio conforme al dictado del impulso personal. La pericia se acreditaba con las acciones que desarrollaban a diario. Un caso paradigmático fue el de Sarmiento, quien hizo aportes extraordinarios a la educación, mas no tuvo esas vivencias según las pautas convencionales. Naturalmente, esto es válido cuando se presentan una disciplina y un apasionamiento que sobresalen por la excepcionalidad. Ello quiere decir que estamos ante un fenómeno minoritario. La regla es que se precise de disposiciones externas, guías, acompañamientos del docente, quien sabrá cómo estimular al prójimo. Por otro lado, la necesidad de contar con un ente que, empleando criterios técnicos, certifique las habilidades del individuo vuelve quimérico eliminar esos centros. La conclusión es que estamos condenados a tolerar su presencia.
Si bien la existencia de las universidades es incuestionable, nada impide formular críticas en torno a sus ofertas académicas. Ocurre que, como estas entidades deberían considerar las necesidades de su sociedad, no proceder conforme a esta convicción es censurable. Verbigracia, por más que las personas se quejan debido a la plétora de abogados, esto no ha generado cambios entre quienes deparan esa carrera. Según parece, la finalidad es atiborrar las ciudades de pleitos, memoriales, corbatas, audiencias y palabrería forense. Un panorama similar es protagonizado por otros oficios. Esto me hace desconfiar de las evaluaciones que, al concluir el bachillerato, son impuestas a los colegiales para orientarlos en sus decisiones universitarias. Pero la observación no se relaciona solamente con los excesos, puesto que las falencias son también serias. Es que uno puede reclamar por no brindar oportunidades en campos necesarios para el sitio donde trabaja esa institución. Porque nadie rechaza que, en varios casos, la educación fuera del hogar se ha tornado inevitable debido a la inexistencia de ofrecimientos locales. No necesitamos retroceder demasiado tiempo para demostrar que incontables médicos, ingenieros y arquitectos, entre otros profesionistas, abandonaron una zona porque, de no haberlo hecho, las aspiraciones estudiantiles se habrían quedado frustradas. Para ellos, la disyuntiva fue cambio de vocación o exilio. Es evidente que su espíritu debe de haber salido favorecido; empero, no todas las personas se sienten liberadas del peso causado por la nostalgia. Imperando aún los vínculos primarios, el mejor ambiente será uno que no sacrifique a éstos en pos de la profesionalización.

Activismo, insuficiencias y remedios universitarios


Desde mi perspectiva, las derrotas que, durante los últimos años, infligió el Movimiento Al Socialismo a sus opositores en Santa Cruz están conectadas, en alguna medida, con la oferta universitaria. Pasa que una de las principales debilidades fue la ideológica. Pienso que hubo un exagerado predominio del activismo en desmedro de las tareas ligadas a la teoría. Conjeturo que, entretanto sobraba la efervescencia, las ideas escaseaban o perdían envergadura. Es irrebatible que, tanto ayer como ahora, la razón está de nuestra parte. Esto no significa que, doblegados por el optimismo, debamos despreciar la elaboración de argumentos al respecto. Ninguna pugna en pro de la libertad es posible sin que se fragüen teorías, propugnaciones, rebatimientos, etcétera. Un grupo de autómatas no procrea revoluciones ni tampoco resistencias que protejan su dignidad. Esto hace imprescindible que, hasta siendo siempre minoritario, se amplíe el número de personas con espíritu crítico. Ésta es la misión cardinal que debe asumir quien desee formar parte de una sociedad abierta. Eludir su cumplimiento refleja una condición propicia para permitir los excesos de la barbarie. Lógicamente, la norma es que las disciplinas capaces de facilitar ese prodigio no pertenecen al ámbito del rigor científico. Es más, tal como lo recuerda Hayek, los individuos que se dedican a esos quehaceres son quienes consienten primero su pérdida de autonomía. La fuente que permitiría esa base, ese núcleo de ciudadanos aptos para ejecutar labores encomendadas por lo futuro, está en las humanidades.
La receta es antigua, pero todavía efectiva. Recordemos que la preparación de ciudadanos fue una labor relevante en Atenas. Dado que, con restricciones, se podía participar en la conducción del Estado, era forzoso instruir a quienes cumplirían ese papel. Es que, tratándose de facultades importantes, su ejercicio no debería ser confiado a seres cuya ineptitud o inmoralidad resultara evidente. Nunca será inútil destacar que, en el ámbito público, los daños rebasan las fronteras del individuo. Un hombre que desempeñe funciones de valía social puede desgraciar a cuantiosos mortales. Ello fue también tomado en cuenta por los romanos. En efecto, Marco Tulio Cicerón, preocupado por los sujetos que tendrían la condición de ciudadanos, ideó un programa para formarlos; especialmente, buscaba contribuir a su destreza oratoria. En cualquier caso, el propósito era idéntico. Está claro que, habiendo cambiado el mundo desde la Edad Antigua, nuestra complacencia debería ser plena si, por lo menos, se colocara el acento en tres sectores del conocimiento, a saber: filosofía, historia y literatura. Apoyar el trabajo en estos ámbitos equivaldría a contribuir al progreso de todos.
No cabe duda de que la historia cuenta aquí con grandes representantes. El más señalado, Gabriel René Moreno del Rivero, tiene un prestigio que se ha sobrepuesto a los ataques del olvido. Es irrelevante que el primer centenario de su fallecimiento haya originado celebraciones mediocres; numerosos intelectuales ya lograron eternizarlo. No existe un historiador respetable que, así sea para detraerlo, se abstenga de citarlo al evocar a quienes cumplieron esa función. Un juicio similar merece don Enrique Finot Franco, los hermanos Vázquez Machicado, Hernando Sanabria Fernández y, contemporáneamente, Paula Peña Hasbún, Alcides Parejas Moreno e Isaac Sandoval Rodríguez. Pese a ello, quien quisiera estudiar, con todas las formalidades del caso, para dedicarse a ese oficio no tendría otra opción que cambiar de residencia. No hay una sola universidad que ofrezca esa posibilidad. Se pretende que las proezas protagonizadas por cruceños sean conservadas en la memoria, pero también debatidos sucesos nacionales; no obstante, ese interés resulta inexistente en los campus del departamento. Ni siquiera el hecho de que, desde 1903, la Sociedad de Estudios Geográficos e Históricos de Santa Cruz labora sin cesar ha viabilizado esa idea. Cualquiera puede notar que las alabanzas a esos individuos no han rebasado los límites de la retórica, salvo cuando corresponde alentar regionalismos, descubrir plaquetas e inaugurar plazas con bustos contrahechos.
Tampoco es posible pensar en una cifra colosal de hombres que, sabedores del pensamiento occidental, borden teorías sobre esta realidad. Insisto en que se hablará siempre de élites, minorías, personas con un predicamento abonado por su mente. El tema es que esos individuos requieren compañeros críticos. Se puede subsistir sin tener interlocutores brillantes, mas la iluminación del grupo es menos compleja cuando aquéllos no se extinguen. Resalto que, de acuerdo con lo planteado por distintos autores, la filosofía puede ser entendida como crítica. Éste sería, entonces, su cometido capital, el cual no podría ser cumplido por varias personas en esta región del planeta. Acontece que, aun cuando nacieron en suelo cruceño Mamerto Oyola Cuéllar, Manfredo Kempff Mercado, Roberto Barbery Anaya, por citar algunos meditadores, la filosofía sigue sin tener cabida en los programas académicos que se proponen a los habitantes de Santa Cruz. De esta manera, es improbable que una gesta como aquella consumada por los razonadores de la Ilustración, vital para muchas bondades del presente, se hubiera dado en este lugar. Muchas supersticiones no hubiesen desaparecido sin los fulgores de afuera. Las contemplaciones fueron pulverizadas por el sentido práctico que imponen los comerciantes. La insensatez de que progreso es únicamente tecnología ha fundado ese desdén por las especulaciones, exigiendo concentrarse en los afanes del crecimiento económico. Ello debe ser revocado, por lo cual se justifica procurar la hazaña de fundar una Facultad que ofrezca esa opción, tal como lo planteó Kempff Mercado hace varios años, cuyo proyecto fue analizado por Risieri Frondizi. Continuar vetando el acceso a ese universo es un flagelo análogo al producido por la pobreza. Es lo único que nos prepara para un enfrentamiento consciente, radical, profundo al poder, la gran obligación de nuestro tiempo.
La literatura, que, como ha señalado acertadamente Mario Vargas Llosa, puede ser un acto de rebeldía, no es apreciada en los campus de las universidades cruceñas. Es innegable que podemos escribir sin haber estudiado la métrica de Góngora o el estilo del saleroso Quevedo; sin embargo, considerando la conexión entre los libros y las manifestaciones culturales de una sociedad (incluso la exposición de sus problemas resulta posible gracias a ese noble arte), es inaceptable que se prive a quien desea laborar en ese terreno de alternativas académicas, opciones idóneas para el desenvolvimiento personal. Quizá ésta sea una razón por la que se carezca de crítica literaria, tema vital si alguien pretende mejorar el nivel local. Remarco que, salvo rarezas, las recensiones son elogios sin bases reales. La indigencia de tales textos se traduce en suplementos y revistas que provocan conmiseración. Es meritorio todo aquello que hicieron los autores del pasado, así como lo realizado por quienes nos acompañan en este período; sería disparatado menoscabar su prestigio. La cuestión es que el desafío de multiplicar esa predilección, necesaria para una riqueza cultural, debe ser aceptado en las aulas. No es saludable olvidar que una obra puede servirnos para tomar consciencia de las atrocidades del autoritarismo; por consiguiente, los estudios en torno a su composición son bienvenidos.
Estoy seguro de que, gracias a las nuevas opciones universitarias, los problemas no desaparecerán inmediatamente. Preveo una posteridad que continuará reclamando por haber menospreciado esos menesteres. La cesación de las secuelas dejadas por su ausencia será una faena titánica. Como aludo a cambios culturales, éstos pueden demorar su llegada. Aun en el peor escenario, al apostar por esa vía, la sociedad muestra su respaldo a expresiones del espíritu que, alrededor del orbe, han sido capaces de principiar insurrecciones, rebeldías, ataques al oscurantismo en sus distintas formas. Además, aunque nada trascendental suceda, ningún grupo de humanos ha perdido la vida por dedicar mayores atenciones a las disciplinas ya comentadas. Hasta podríamos tener la dicha de ampliar los dominios del buen gusto, lo que no es baladí. Algún día, tal vez pronto, nos empezaremos a librar de la brutalidad y del oprobio que ha traído consigo el oficialismo. El camino a seguir es ése. Esperemos que los rectores y sus patronos puedan advertirlo. Me resisto a creer que la zafiedad haya contagiado al conjunto de las autoridades académicas.
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Nota pictórica. Licurgo herido en una sedición pertenece a Charles-Nicolas Cochin (1715-1790).

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