Poseía el temperamento exigente de un metafísico junto con el buen sentido de quien pasa su vida con gente y sabe lo que realmente cuenta para ella.
Charles W. Hendel (h)
El 7 de mayo del año 1711, en un hogar noble que no se caracterizaba por la opulencia, nació David Hume, abogado, historiador, político, economista, filósofo y escritor escocés. En un principio, este individuo había resuelto seguir la carrera de su padre, por lo cual estudió Derecho; no obstante, poco afecto a los tormentos que ese oficio trae consigo, rebasó las fronteras del foro para realizar tareas menos umbrías. Así, forzado por las urgencias materiales, se dedicó a ejercer el comercio, mostrando una eficacia que lo destacaría también en un área tan maravillosa como la del pensamiento. Es que, aunque los ingresos hacían posible la satisfacción de variadas necesidades, el intelectual no se sentía complacido. Había una inclinación al ámbito de las ideas que, desde su mocedad, se fortalecía sin pausa. Consciente de esto, aprovechando un exilio que las circunstancias consiguieron imponerle, nuestro autor empezó a saciar curiosidades en un colegio jesuita que, gracias a su sosiego, le permitiría multiplicar lecturas e iniciar una obra meritoria. En especial, analizar los ensayos de Locke, Hobbes, Francis Bacon, Montaigne, Descartes, así como las creaciones del idealista Berkeley, dirigió sus cogitaciones. Supo entonces que la experiencia, los sentimientos y una valiente incredulidad lo ayudarían a comprender el mundo. De esta manera, instalado en La Flèche, Anjou, comenzó a fraguar los razonamientos que, tres siglos después de su alumbramiento, continúan cautivando a quienes buscan verdades. No se puede objetar la importancia que sus planteos tienen todavía; producto de una elaboración meticulosa, su doctrina ganó perdurabilidad, tocando diversas materias que prueban cuán elevado era ese espíritu elogiado por Kant. Al unísono, los hombres deberían reconocer que su apuesta por las especulaciones fue atinada.
Su producción abarcó distintos campos del conocimiento. Es categórico que no se lo recuerda hoy por la faceta de historiador; sin embargo, esta ocupación le dio una envidiable nombradía entre sus contemporáneos. Desde 1754, compuso varios tomos que trataron el desarrollo de Inglaterra con originalidad, concentrándose en los temas políticos. Hizo interpretaciones que, además de causar controversia, le dieron lectores a granel. Consiguientemente, la disciplina fundada por Heródoto le brindó el acceso a los círculos que deseaba conocer desde los años juveniles. El éxito de esos textos contrasta con las escasas repercusiones que tuvo su Tratado sobre la naturaleza humana, obra publicada entre 1739 y 1740. Por suerte, lo porvenir fue generoso con las explicaciones contenidas en este trabajo. Ello se produjo merced al lanzamiento posterior de títulos que dilucidaban lo expuesto por Hume. En efecto, tras aparecer Investigación sobre el entendimiento humano, la fortuna de sus reflexiones filosóficas cambió. Quedó claro que podíamos conocer sólo por medio de la experiencia. En primer lugar, había impresiones, percepciones que los sentidos nos entregaban al tomar contacto con el exterior. Pero teníamos igualmente ideas, que eran copias deficientes de nuestras sensaciones. Todo aquello que no tenía sustento en esa realidad empírica era una ilusión, algo ficticio. Siguiendo esta línea, se criticó que tuviesen respaldo principios como la causalidad, el yo, las substancias, por citar algunos ejemplos. No se tuvo reparo en sostener que había afirmaciones científicas incongruentes con lo perceptible, vigentes por la credibilidad despertada entre las personas. El escéptico arremetió en contra de las certezas que se habían adoptado, no temiendo exponer cuestionamientos relativos a la fe. Por cierto, esas meditaciones impías formaron parte del libro Diálogos sobre la religión natural, que fuera editado tras su muerte. En resumen, convencido de que sus inquisiciones eran acertadas, las defendió con una coherencia insobornable.
Asimismo, el propugnador del empirismo se pronunció sobre cuestiones que tienen una utilidad más práctica para la sociedad. Desde toda óptica, sus escritos que giran en torno a la política son maduros. Él refutó la teoría del contrato social, aduciendo que un Estado no se creaba por pactos, sino debido a la conveniencia humana. Fue un protector notable de instituciones y tradiciones que, en su criterio, habían servido a los individuos, reflejando la sensibilidad moral dominante. Esto lo hizo disentir de quienes apostaban por la revolución para construir el paraíso. Resulta curioso que, pese a patrocinar principios liberales, algunos terminaran tildándolo de conservador. Pocos hicieron tanto como él para conseguir que los hombres consumaran el portento de pensar por su cuenta, transformándose en ciudadanos ilustrados. Es irrefragable que, a diferencia de los intelectuales franceses, no azuzó al vulgo para destruir un orden determinado, favoreciendo subversiones endebles, signadas por la fugacidad. Empero, es oportuno indicar que combatió los abusos del poder, preconizando su separación, aun justificando la insurrección en casos extremos. Ahora bien, si esta clase de opiniones merece tener sitio en nuestra memoria, lo mismo podría decirse al valorar sus esfuerzos por proponer soluciones a los problemas económicos. Porque laboró bastante en ese terreno. Recordemos que fue antípoda del mercantilismo, defensor de la propiedad privada, afín al comercio internacional, hasta teórico vinculado a los asuntos fiscales. Como es obvio suponer, sus apreciaciones no tuvieron la misma calidad. Verbigracia, el apoyo a la inflación dista mucho de ser rescatable; Keynes y sus secuaces nos han demostrado cuán equivocada era esa idea. Con todo, no se puede menospreciar la faena que llevó a cabo en dichas asignaturas. Estimo que fue su amor al prójimo el motivo central de estas disquisiciones alejadas del universo teórico, mas vitales para cualquier comunidad. No era un pensador que se hubiese sentido contento al teorizar frente a una chimenea, despreocupado de las malaventuras sufridas por los demás mortales.
Nuestro razonador no vivió alejado de los gozos que nos depara el presente. Tributario de una corriente iniciada por Epicuro, un apostolado que alguien tan interesante como Michel Onfray practica con orgullo, David Hume decidió no rehusarse a ser visitado por los placeres. Su ética tenía como base una evidente prevalencia de los sentimientos sobre la razón. Particularmente, le importaba la simpatía, que se manifestaba al compartir las alegrías ajenas o cuando uno hacía eco de los infortunios del semejante. Los individuos no eran esas criaturas egoístas y hostiles que había descrito el autor del Leviatán; al contrario, ellos estaban unidos por intereses recíprocos, los cuales posibilitaban su altruismo. Esto hizo que la amistad fuese uno de los bienes apreciados por el aludido filósofo. Debemos acentuar que la honró con una excelencia modélica. No es azaroso que haya estado rodeado de muchas personas, quienes sentían por él un afecto genuino. Era difícil no acompañarlo, pues estábamos ante un eximio conversador, comensal del mejor nivel, apasionado billarista, donjuán sin remedio y prodigioso jugador de cartas. Trató a los razonadores más esclarecidos del siglo XVIII: Montesquieu, Voltaire, Diderot, D'Alembert, D'Holbach e incluso Rousseau, cuyo mal carácter fulminó ese vínculo, disfrutaron de sus favores. Pero fue Adam Smith quien logró tener la mayor cercanía con el pensador que no rechazaba las bebidas espirituosas. Es más, a este grandioso economista, entre otros rótulos, le encargó publicar un texto que resumía su vida, unas cuantas páginas destinadas a sintetizar esa ubérrima estadía en la Tierra. Por supuesto, el final de un individuo que tenía semejante brillantez debía ser memorable. Eso fue lo que sucedió. Acostumbrados a las quejumbres de los agonizantes, sus amigos se sorprendieron del entusiasmo con que transitó el último tramo vital. Si bien padecía de una enfermedad ímproba, que atacaba sus intestinos, nunca formuló ninguna lamentación. No lo consolaba la salvación eterna, puesto que era ateo, sino el estar seguro de haber tenido una existencia grata. Sin pesar, en Edimburgo, Escocia, falleció el 25 de agosto de 1776.
Nota fotográfica. La estatua de Hume, situada en Edimburgo, fue inmortalizada por The.watrix, viajero que gusta del arte.
Comentarios