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De ataques pacificadores

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…cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra.

Thomas Hobbes

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Desde que tuve conocimiento de su derrota frente a Esparta, sociedad belicosa y reñida con el pensamiento crítico, Atenas me ha parecido digna del desagravio que no dispensan siempre las derrotas. Es indiscutible que sus ciudadanos, hombres capaces de obsequiarnos la filosofía, fueron vencidos por las armas del mando lacedemonio. Pese a su lucidez, los coterráneos de Platón no pudieron domeñar al enemigo. Las exquisiteces de un sistema cimentado por la razón, total o parcialmente, no fueron suficientes para sustentar su vigencia. Si bien un razonamiento acerca del universo tiene mayor provecho que dominar una espada, esto último fue lo determinante en esa contienda, premiándose destrezas físicas, obviando esfuerzos de la mente. Las décadas que duró la Guerra del Peloponeso, evocadas de modo magistral por Tucídides, concedieron el triunfo a quienes adoraban el rigor marcial. No obstante, luego de varios siglos, pocos podrían vacilar cuando tocara identificar al ganador histórico, aquél cuyas concepciones perviven aún en nuestra época. Porque hubo un modelo que ganó inmortalidad y otro, contra su circunstancial supremacía, incapaz de soportar el paso del tiempo. Los partidarios de la violencia perdieron en el juicio que lo venidero efectúa para valuar las conquistas del presente. Esto resulta irrebatible al constatar que, para el ejercicio del poder, los hombres se han decantado por apoyar la democracia, invención ateniense, en lugar de aplicar fórmulas oligárquicas, totalitarias, espartanas. Con seguridad, aunque no haya sido perfecta, esa manera de tratar los asuntos públicos hizo que se lograra una evolución en las sociedades compuestas por personas. Desde luego, el acercamiento a la verdad no nació con postulados que se gestaron en el territorio del insigne Leónidas, sino por elucubraciones socráticas. En definitiva, opino que no es casual el carácter temporal de regímenes forjados por la fuerza; para trascender, esas victorias deben acoger también proposiciones triunfales.

Obviamente, no se puede excluir la utilización de recursos agresivos para mantener una convivencia que sea civilizada. Anular esa opción es viabilizar un monopolio que, teniendo como titular a villanos, está en condiciones de mortificarnos. Por la contingencia de ser agraviado sin justa causa, no es aconsejable renunciar al derecho a usar medios que impliquen alguna coacción. Es patente que numerosos sujetos desean terminar con las normas e instituciones encargadas de resguardarnos, por lo que nos colocan en una posición beligerante. Esta realidad no tiene que ser infravalorada. No hago alusión a enemigos imaginarios; gente de esa calaña se asienta en cualesquier espacios del orbe. Ellos tienen un grado de necedad que no repudia el sendero del crimen. En consecuencia, como es segura la presencia de tales organismos, nada más razonable que prepararnos para resistirlos. No sobra enfatizar que hay seres con los cuales un simple diálogo se hace imposible. Desestimada la alternativa de celebrar debates que permitan discusiones racionales, corregir al prójimo no se consigue sino merced a vías fácticas. Dado que no todas las personas pueden solucionar sus controversias de manera pacífica, relegando caminos relacionados con la violencia, el enfrentamiento físico es posible, tal vez imperecedero. Siendo esto válido entre individuos, lo es asimismo a nivel colectivo. Ello quiere decir que los hombres cuentan con la potestad de usar su fuerza, singular o plural, para preservar un escenario donde se garanticen las libertades elementales. Admito que lo ideal sería evitar una coexistencia mancillada por las lidias; empero, la experiencia enseña cuán quimérico es hacerlo.

La guerra es un suceso que amenaza con acompañarnos hasta el final de nuestros días. El cretinismo de algunos gobernantes impide que recurrir a pistolas, rifles, tanques, aviones y misiles sea parte del pasado. Es irrefutable que las invasiones a países inermes se han convertido en un acaecimiento difícil de repetir. Probablemente, debido a la conclusión que tuvieron las últimas tentativas, nos hayamos librado del oprobio causado por tales fenómenos. Aclaro que me refiero a la toma de territorios por la fuerza, pues existen intervenciones aceptables del extranjero. No es novedoso que un tirano flagele a los ciudadanos de su país, negándoles toda libertad, pero simule comportarse como una persona decente ante la comunidad internacional. En esta situación, el desdén de quienes rechazan la barbarie es inadmisible. Poco importa que un porcentaje de la población consienta verdaderos genocidios; el respeto a la dignidad humana, valor universal e inmarcesible, demanda desoír ese dictado. La democracia pudo haber conferido, en un momento específico, privilegios a un político que gusta del despotismo; sin embargo, ello no autoriza el desconocimiento de sus límites. Resalto que una de las principales restricciones al ejercicio del poder se relaciona con los derechos humanos. Una vez que se ha violado esa frontera, reflejando el deseo de acabar con los logros del mundo ilustrado, éste debe irrumpir para frustrar la empresa. Subrayo que, al proceder así, el caudillo pierde la posibilidad de invocar esa inveterada idea llamada soberanía. Para alcanzar ese objetivo, del cual dependerían miles de vidas, la reacción tiene que ser tan inequívoca cuanto contundente. Olviden las exhortaciones, los llamados a una conversión al liberalismo, el diálogo sobre beneficios de vivir en un Estado regido por leyes sensatas: a menudo, los agresores entienden sólo el lenguaje de la pólvora.

Dado que las anteriores líneas podrían ser tergiversadas por los adoradores de sables y galones, declaro mi aversión al militarismo. No es fortuito que yo haya eludido la obligación de prestar gratuitamente mis servicios a una entidad afectada por ese mal. El solo hecho de proferir gritos que divinicen una patria, usando prendas camufladas y pugnando por sobresalir en la obediencia, me provoca indigestión. Creo que casi todas las décadas del siglo XX motivan este trastorno. Por esa premisa, justificar la realización de guerras no significa deificar una casta que, en incontables repúblicas, ha descollado por las ruindades. Hay otras maneras de arrostrar esos desafíos que surgen al conculcarse las facultades naturales del hombre. Una fuerza conformada por distintas nacionalidades, aun cuando haya fracasos que procreen pesimistas, continúa siendo la mejor alternativa, porque el sometimiento al orden civil sería esencial. Despojados de las taras que se inoculan en sus establecimientos, esos individuos comprenderían cuál es la meta perseguida. Ese grupo de sujetos armados es útil mientras tiene creencias estimables, entre las que sobresale el apego a directrices republicanas. Reconocerles otros atributos, saciando megalomanías pirotécnicas, es un disparate que nos toca condenar. Siquiera en lugares donde la profesionalidad sea dudosa, así como las convicciones democráticas, disminuir sus prerrogativas tiene que considerarse vital. Con facilidad, si procedemos conforme a los preceptos de una investigación respetable, notaremos aquellos perjuicios que son engendrados cuando las funciones públicas caen bajo sus dominios. En más de una ocasión, las miserias de una comunidad se han agravado por tener a esos guías, volviendo ingrato un mandato que debía complacerlos. A propósito, al preguntársele si la dictadura debía continuar rigiendo los destinos de Argentina, Borges dio una respuesta negativa, explicando que «pasarse la vida en los cuarteles y en los desfiles no capacita a nadie para gobernar».

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Nota pictórica. Ayudando es una obra que pertenece a Ejti Stih (1957).

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