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Indulgencia de la muerte

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Era tan gran hombre que me he olvidado de sus vicios.

Lord Bolingbroke

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Al menos entre los seres que habitan este planeta, el fin de la vida es un hecho inevitable. Pese a ello, son escasas las personas que enfrentan su desaparición del mundo de manera serena, resignada, sin sentir deseos ligados a una estadía mayor. No debemos olvidar que la eternidad, exigencia de incontables hombres, obsesiona en variados momentos, mucho más cuando se tiene una salud frágil y un excesivo amor propio. Pasa que, si se ha disfrutado de la existencia, lo razonable es anhelar su prolongación. Con regularidad, mientras no hay autocrítica, se vuelve fácil ceder a la tentación de idealizar las acciones del pasado, presumiendo una evolución permanente, por lo cual cualquier carestía temporal es angustiosa. Asimismo, estimo que, aunque los infortunios hubiesen secundado el paso por la Tierra, habría motivos para querer una nueva oportunidad, otro día en el que la situación empiece a mejorar. Esta esperanza es formidable; raras veces, se cree que la contienda ya no debe atraernos, quedando reducidas las opciones a nuestra deserción. En consecuencia, una sarta de infelicidades tampoco abonaría el apuro por concluir esta aventura. Sintetizando, si bien es acertado plantear que no podemos eludir el fallecimiento, procuramos mantenernos a considerable distancia, pues tendemos al aplazamiento de la expiración. Esto no quiere decir que un suceso tan natural como el deceso sea menospreciado; al contrario, se lo respeta porque, con demasiada frecuencia, la partida del difunto termina dando lugar a su ensalzamiento, incluso cuando el sujeto no fue una creación provechosa. Lo sólito es que, al atravesar ese umbral, las imperfecciones del aspirante a inmortal sean eliminadas.

Es sabido que las virtudes y los encantos se propagan entretanto la fauna cadavérica ultima su labor. No es común que un muerto sea difamado; aun siendo verdaderas, las acusaciones de incivilidad son silenciadas. Se impone la obligación de minusvalorar los ultrajes que fueron cometidos por aquél, disculpando su perpetración para facilitarle el acceso al lugar donde reposan las personas bienhechoras. Es preciso buscar en la memoria esas expresiones de rectitud que tuvieron al fallecido como protagonista. La regla es que el olvido consuma cada una de las abominaciones, dejándonos un panorama conmovedor, sublime, incomparable. No me refiero únicamente al parecer que pueda ser vertido por los deudos, sino también a las opiniones de antagonistas. Esto hace que quienes lo conocieron padezcan una especie de amnesia selectiva, recordando sólo asuntos encomiables. En numerosos casos, por supuesto, la imaginación será determinante para cumplir ese cometido. Surge así la necesidad de mentir, declarando que los agravios fueron, en realidad, muestras del afecto sentido hacia el ofendido. La marea del perdón sube hasta cubrir cada diámetro de la historia que compartimos. Pretendiendo convencernos de adoptar esa premisa, los alegatos religiosos son usuales, al igual que las recriminaciones éticas. Nos invaden los criterios que encuentran ejemplar la condonación, maguer ésta sea marcada por una completa falta de autenticidad. Si eso no lograra persuadirnos, la sensación de creernos superiores al finado podría conseguirlo: según las normas sociales, no debe objetarse que el resentimiento es algo despreciable; por ende, liberarnos de su dominación nos hace mejores individuos. Pudimos haber sufrido ataques ruines, agresiones que denotaran afición a la perversidad; sin embargo, para enorgullecernos de no estar al mismo nivel del ofensor, corresponde indultarlo y, si fuera factible, alabarlo.

La divinización de los muertos es un acontecimiento que se presenta en diferentes ámbitos. Por la importancia que tiene, discurrir sobre sus connotaciones políticas es forzoso. Lo sostengo porque cada generación es testigo de los honores rendidos a un individuo, por lo menos, con trayectoria en ese terreno; ergo, tratar el tema parece útil. En esta línea, lo primero que se debe rescatar es una propensión a la hipérbole. Efectivamente, conforme a lo constatado, exagerar la valía del prójimo resulta inexcusable, tornándose en una carga que no pueden sortear los conocidos de quien ha expirado. Sucede que podemos estar ante un mortal de menor trascendencia, apenas similar al promedio, cuya insipidez sea evidente; con todo, tras su defunción, se lo transformará en prócer. Cuando es éste el espíritu reinante, son extraordinarias las obras personales que no reciben la calificación de heroicas. La excelencia es una categoría que deja disconformes a quienes recuerdan al caído, debiendo suplirse ese tipo de falencias con otros recursos. Con seguridad, nunca faltan compañeros que realcen su vocación de repúblico, así como espectadores del progreso experimentado desde la infancia. Además, jamás se acabarán las anécdotas vinculadas a exilios, torturas, proezas e imprudencias que dan la dosis de romanticismo requerida para garantizar su glorificación. El corolario acostumbra ser la petición de una vía pública que lleve su nombre. Habiendo un desquiciamiento colectivo, no se admiten las investigaciones de fortunas ni los reclamos por extorsiones cometidas durante sus mandatos en el sector administrativo. Por amenazas u oportunismo, los detractores desaparecen para no macular esa imagen querible que se ha fraguado.

Por más que hubiese sido adorador del marxismo, esto es, partidario de las medidas dictatoriales, al difunto se le pueden reconocer sus aportes a la democracia. Tal aberración es obra de los camaradas que lo estimaron en vida, acaso durante sus acometidas revolucionarias. He contemplado este absurdo tantas veces que, por el grado de chabacanería, me parece increíble su aceptación en círculos presuntamente intelectuales. Sin duda, los santones de la izquierda son una prueba fehaciente del despropósito causado por esa indulgencia relacionada con la muerte. Para sustentar el nuevo halo, las inmoralidades que su representante ayudó a ejecutar son objeto de tergiversaciones; por último, se decide justificarlas, evocando la majestuosidad del fin perseguido. Nos cansan entonces con peroratas acerca del proyecto de instaurar una sociedad donde haya hombres iguales, pero evitan comentar cómo piensan suprimir la libertad, ese valor que les continúa incomodando. Un siglo colmado de genocidios no les bastó para comprender las bajezas del sistema que preconizan, la toxicidad contenida en sus postulados. Volviendo al finado, no es relevante que éste haya optado por ser guerrillero, golpista, secuestrador, terrorista o mercenario: su condición de quijote lo absuelve del repudio. Si fue gobernante, la diplomacia se ocupará de las hipocresías que permita el contexto. Las condolencias rimbombantes llegarán a granel; nadie ignora que la comunidad internacional es diestra en estos menesteres. Cabe figurarse a una inconsolable fila de seguidores que grita el nombre del extinto cabecilla y le promete lealtad hasta en tierras demoniacas. Ellos serán quienes le confieran perennidad; por desgracia, la mesura no será considerada al hacerlo. Cesadas las funciones vitales, todos precisaremos que alguien se atreva a valorar los actos aquí realizados. Está claro que, en ocasiones, la conclusión es arbitraria.

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Nota fotográfica. La imagen corresponde a una manifestación que se realizó en 1940, tras el fallecimiento de Trotsky.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola, muy interesante el post, felicitaciones desde Chile!
Anónimo ha dicho que…
Interesante articulo, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)

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