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Lo que ha ocurrido es que Vargas Llosa se ha convertido en la cabeza de un nuevo modo de entender los problemas de nuestras sociedades. Por eso al inicio de estos papeles decía que era Voltaire, que era Rousseau, que era Diderot. Es el rebelde ilustrado frente al Antiguo Régimen.
Carlos Alberto Montaner
Exceptuando a cretinos e ignaros, nadie puede negar que Jorge Luis Borges debió haber recibido el premio Nobel. Una vez que su nombradía rebasó las fronteras argentinas, el autor de Inquisiciones fue halagado alrededor del mundo, comprobando los efectos causados por libros tan sustanciosos cuanto cautivadores. No es superfluo resaltar que muchas universidades exaltaron su obra, otorgando valiosos galardones a quien tuvo el tino de no formarse en ninguna. Con certeza, su aporte a la literatura universal está libre de controversias; son incalculables los lectores que han agradecido encontrarlo, deleitado al devorar sus textos. No obstante, los académicos de Suecia decidieron privarle del insigne reconocimiento. Como se sabe, la razón principal fue de índole ideológica, puesto que los escritores contrarios al izquierdismo, en sus variadas corrientes, no han merecido regularmente tales atenciones. Sin embargo, las personas que entregan los laureles dispuestos por el inventor de la dinamita recuperan, cada cierto tiempo, algo del honor perdido. No es viable olvidar que, hace veinte años, premiaron a Octavio Paz, poeta y ensayista dotado de un ingenio excepcional. Fue entonces imposible obviar una vida que se apasionó por las letras, aunque también lo hiciera respecto a los temas políticos, peleando en favor de la democracia. Supongo que tampoco resultó sencillo soslayar las inagotables distinciones, alabanzas y predicamento universal de Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, el intelectual hispanoamericano más importante del liberalismo. Es indiscutible su autoridad en el ámbito donde las palabras se vuelven arte, aun para los apologistas del socialismo; por ende, admitirlo era inevitable.
La producción de Vargas Llosa se halla en volúmenes que iluminan diferentes campos literarios. En su criterio, escribir es «una servidumbre y un gozo», lo cual queda demostrado al revisar las páginas que confecciona; si bien disfruta del arte de crear textos, esto se da gracias a una disciplina sublime. Ha quedado muy distante la época de los excesos y bohemias en que incurrió cuando era un joven con una aspiración concreta: viajar a Francia. Perfeccionar el relato de una historia, es decir, conseguir que se cuente del mejor modo, continúa presentándose como su ideal. Esto lo toma en cuenta cada vez que, por las mañanas, empieza a ejercer el oficio de literato, examinando libretas, revisando apuntes, recordando viajes e imaginando una realidad distinta, ficticia, vital. En definitiva, el genio ha sido labrado con una dedicación que incrementa su grandeza. No es fortuito que le haya impresionado la sudorosa pero efectiva elaboración de Madame Bovary por parte del poco talentoso Flaubert. Desde que compuso esa obra de teatro denominada La huida del Inca, concluida en 1952, nuestro autor escribe a granel, patentizando una laboriosidad modélica. Es axiomático que La ciudad y los perros, primera de sus novelas, tiene los méritos necesarios para ser sugerida todavía en diversas regiones del planeta. Lo mismo se puede afirmar sobre La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, Lituma en los Andes o La Fiesta del Chivo, entre otros títulos, pues conjeturo que, si continuara la lista, mi fanatismo me conduciría ineluctablemente a una recordación íntegra de sus narraciones.
Con facilidad, las luces de don Mario se atisban en la ensayística. Son abundantes las páginas que ha consagrado al escrutinio de obras y autores. Corresponde relevar que no se ciñe a la temática de los escritores del pasado, cuyo prestigio resiste todo baldón. Además de razonar sobre esas lumbreras, como pasó en su estudio acerca del prodigioso Victor Hugo, analizó a sus contemporáneos. Son memorables los ensayos que tratan de José Donoso, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Borges, Paz y Gabriel García Márquez, cortesano de Fidel Castro. El año 2008, para júbilo de quienes lo aprecian, Vargas Llosa lanzó un tomo que se concentra en Juan Carlos Onetti, El viaje a la ficción; ciertamente, la obra permite colmar hasta las exigencias del investigador más meticuloso, quien notará asimismo el afecto sentido hacia ese singular creador uruguayo. Ocurre que, como sucede con los buenos lectores, en sus evaluaciones no existe lugar para la envidia. Por supuesto, siendo una persona crítica, un hombre que habla con plena libertad y no se abstiene de airear desazones, ha embestido igualmente contra algunos libros. Sus ataques al mal gusto, que puede ser advertido en las demás artes, son laudables. Él sabe compartir con los semejantes la aversión que le producen las muestras de incultura, rebatiendo aquellas loas engendradas por necedades del peor jaez, aun cuando sus practicantes tengan otra pretensión. En suma, estamos delante de alguien que, recurriendo a la escritura, expone ideas sin tolerar ni una sola cortapisa. Esto es así al ponderar a los colegas como cuando le toca manifestar dictámenes de índole política.
La faceta política de Mario Vargas Llosa brotó en su juventud y, aunque le haya hecho sufrir una derrota electoral, jamás perdió ardimiento. Sus columnas periodísticas hacen posible conocer, con explicitud, cuál doctrina propugna, poniendo a la vista del prójimo los principios y valores que lo guían en cualquier intervención. Creo que la influencia de Jean-Paul Sartre, severamente reducida desde hace mucho, asoma en su compromiso intelectual, impulsándolo a dejar las ficciones para salvaguardar los postulados personales. En su caso, las verdades que protege dimanan del liberalismo. Porque Vargas Llosa es liberal, uno de los exiguos pensadores que proclama su afiliación sin temor a ser denigrado, motivo por el cual mi admiración se ha tornado superlativa. Defiende nuestro ideario con el coraje que uno desearía reparar en varios demócratas de pacotilla. Los desafíos fueron ciclópeos en el comienzo del patrocinio a la libertad individual; empero, verbigracia, no hubo cobardía cuando tuvo que censurar al castrismo. Teniendo esto presente, ninguna persona debiera sorprenderse de que denuncie vehementemente las prácticas autoritarias de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Tal como lo expone la irritación que causa entre los dictadores de Latinoamérica, su predicamento posee dimensiones respetables. Aclaro que, como los problemas del resto de la Tierra no le son indiferentes, su voz inquisidora es pronunciada doquier con el mismo tono. Poco es lo que, redactando filípicas o expeliendo insultos lacónicos, han logrado sus enemigos; al final, la sapiencia se superpone a todo idiotismo. Él tiene los recursos que se precisan para vencerlos. Además, como siempre lo ha hecho, contribuye al triunfo de quienes soñamos con la utopía que está constituida por individuos autónomos, sociedades abiertas y economías libres. En consecuencia, celebrar sus victorias es un acto de completa cordura que debería ejecutarse donde se valore la libertad, piedra de toque del nuevo nobel.
Nota fotográfica. La imagen que ilustra el texto fue captada por Justin Lane.
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