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Nostalgia de insurrección

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Hay épocas hechas para diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus.

Alejo Carpentier


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El fragor que sacudió a quienes iniciaron su obra destructora y ramplona en Bolivia, hace menos de cinco años, fue debilitándose hasta ser sólo una raquítica parodia del pasado. Nadie objeta que, durante aquellos días signados por la inclinación al desacato, cualquiera podía figurarse lo futuro como un tiempo mejor, incluso merecedor de sacrificios relacionados con el ocio. Hubo poco sitio para las desesperanzas, pues primaba la confianza en nuestra supremacía. Lógicamente, no me refiero al número de personas que apoyaban el proyecto, sino a la excelencia del ideario defendido. No debe haber ninguna duda respecto a la grandeza de una resistencia que, con algunas excepciones, fue pródiga en gallardía, mas también pudo formular propuestas elogiables. Habiendo conocido que la libertad se sobrepuso siempre a las tiranías, el advenimiento de triunfos definitivos era considerado inminente. Se había conseguido proporcionar un sentido político a la existencia de abundantes almas, por cuanto éstas podían emprender casi todo acto que tuviera esa orientación. Como los adversarios pretendían valerse de una fórmula en la que mezclaban irracionalidad con salvajismo, apostar por su descalabro, así fuera uno despacioso, era lo razonable. Es plausible aseverar que la dignidad no admitía otras opciones. Aun el firmamento parecía bendecir al hombre que resolvía mirarlo para luego denostar a un régimen dentro del cual rebosa la corrupción. Quizá, debido a su arrojo, la figura de Ícaro serviría para representar al que vivió así ese periodo. Sintetizando, hubiera sido ilusorio pensar entonces que las arengas e injurias caerían en pro de los arrodillamientos frente al poder siniestro.

Nunca dejó de haber argumentos para optar por la insubordinación ciudadana. Desde sus primeros días en la cima del Ejecutivo, el Movimiento Al Socialismo mereció la peor de las censuras. Entre otros motivos, no voté por Juan Evo Morales Ayma porque su conducta era democráticamente inaceptable; nada sustentaba la decisión de ayudarlo a obtener un triunfo electoral. Cualquiera que se hubiese informado acerca de sus antecedentes no podría pretextar ahora inocencia ni buscar amparo en la buena fe para fundamentar respaldos pretéritos. Como era previsible, las razones que permitían reprobarlo se multiplicaron a lo largo de sus años presidenciales, desgraciando a la sociedad entera. Por fortuna, tuve la dicha de hallar a sujetos que compartían mi opinión, ansiaban acabar con esa malandanza, restaurar un modelo imperfecto pero no funesto. Es que, cuando los vapuleos al contradictor no se toleraban, encontrar a seres díscolos era sencillo. Pienso que la fraternidad provocada por el aborrecimiento a un autócrata es algo análogo al sentimiento nacido entre las víctimas de grandes calamidades. Hasta un individualista extremo como yo, tentado frecuentemente por el anarquismo más atómico, creyó en la eficacia de ciertas acciones colectivas. Si bien tocó una lidia desprovista del romanticismo de otrora, uno estaba dispuesto a participar en ella con fervor medieval. El entusiasmo no sufrió alteraciones, por lo que éste se mantuvo igual cuando intentamos contribuir al sustento teórico de la contienda o, a menudo, reforzamos los insultos del tropel.

No es intrascendente que, relegando al mentecato de Hugo Chávez, el rechazo al castrismo haya estimulado a varios opositores. Tengo entendido que los masistas no poseen otra utopía. El hecho de venerar a esa dictadura caribeña que diseminó la miseria y centuplicó los oprobios bastaba para detestar al Gobierno. Es altamente incalificable desear reproducir las aventuras de un tiparraco que, pese a la senilidad, continúa siendo el símbolo del cretinismo en América Latina. Ese déspota llamado Fidel privó a los cubanos del derecho a elegir su propio destino, imponiéndoles una realidad en la cual querer un presente digno es considerado reaccionario, salvo si uno pertenece a la casta mandante. Conviene resaltar que, aun cuando algunos ilusos quisieron dedicarle ditirambos, anunciando transformaciones medulares, la sucesión de Raúl no trajo consigo mejoramientos del sistema. Tal vez Bioy Casares haya estado meditando sobre lo acaecido en Cuba cuando definió el término revolución con estas palabras: «Movimiento político que ilusiona a muchos, desilusiona a más, incomoda a casi todos y enriquece extraordinariamente a unos pocos. Goza de firme prestigio». Pasa que la igualdad propugnada por el comunismo se convirtió en una servidumbre tan mayoritaria cuanto precisa para nutrir a un estamento repugnante. Ésta era la posteridad que se trataba de repeler, apoyando también a quienes querían acabar con esa opresión en el suelo donde nació Carlos Alberto Montaner, eximio defensor del liberalismo. Aunque tengamos el consuelo de que ningún adalid es inmortal, ni siquiera uno cuya palabrería no conoce finitud, la lucha por la revocación del orden vigente debe ser una labor continua. En estos países con fiebre adánica, la condición de reaccionario es apreciable.

Es una perogrullada destacar que toda esa repulsión al Gobierno ya no tiene la misma profundidad. El enfrentamiento con sus prosélitos ha perdido fanáticos, amigos y compañeros; ingenuamente, se cree que la única salida pasa por conseguir divisiones internas, perfidias entre traidores, escisiones originadas en dislates. Huelga decir que la celebración de sus altercados domésticos me parece patética. Como descubrir bondades en sus secuaces es imposible, no admito que la solución sea inseparable del partido reinante. Recordemos que esos mismos disidentes apoyaron ayer prácticas relacionadas con el despotismo; por tanto, su desarmonía no justifica éxtasis. Tengo la impresión de que cuantiosos opositores quedarían complacidos si coronaran a un caudillo menos bestial. El propósito de cambiar a un grupo que sobresale por las vilezas, perjudicando la convivencia humana, ha sido desestimado para suplicar una simple moderación del régimen. Es que las arbitrariedades dejaron de generar los efectos anteriores, pues nos acostumbramos a contemplarlas sin estremecernos. Esos recintos en donde se reunían los enemigos del oficialismo para planificar la reconquista del poder, ejerciendo sus derechos naturales, fueron invadidos completamente por el silencio. Nunca estuvo tan lejos la repetición de aquellas hazañas. Otra vez, los exilios irrumpieron en la historia de un país habituado a las resurrecciones del autoritarismo; como pasó antes, el socialismo sigue descollando por sus apresamientos, causando desmembraciones familiares y angustias insoportables. Sin embargo, la mayor crítica no debe circunscribirse a esa manifestación de barbarie, sino dirigirse contra nuestra propia docilidad. Ocurre que, cuando idioteces como la del colectivismo asoman en una sociedad, caracterizarse por el sosiego equivale a consentir su instauración. Además, en estos momentos, la pacificación revela solamente consciencia de una reprochable derrota.

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Nota pictórica. El juramento del juego de pelota es una obra que pertenece a Jacques-Louis David (1748-1825).

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola Enrique!, que tal va todo por allá?. Yo aquí obedeciendo a la nostalgia que me trajo hasta aquí. Un abrazo ENORME!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Caro de ResonANSIAS.

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