
No obstante, quien opta por la terquedad que no espere sobrevivir.
Philip Roth
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Yo pertenezco al grupo de mortales que, guiados por la razón y los sentimientos superiores, consideran loable la intransigencia. Nunca me ha interesado desempeñar el papel de contemporizador, menos aún cuando alguien pretende armonizar posiciones que son extremas. Pienso que es saludable la presencia de individuos tozudos, resueltos a no moverse del lugar donde fueron puestos por una convicción determinada. Naturalmente, si su firmeza es cuestionada por la mayoría de los que componen una sociedad inculta, el mérito será sublime. Con seguridad, la resistencia que se opone a esa clase de dictados colectivos es un buen criterio para medir nuestra lucidez; luchar contra esos veredictos nos acerca a quienes causan transformaciones, posibilitan adelantos, aun estremecen sus épocas. En un tiempo que ha decidido recompensar la prudencia, ennoblecer a quien jamás optó por efectuar una protección radical de principios, cejar ante cualquier interlocutor para conservar cargos, amistades, ardores o afectos fútiles, mi afiliación es comprensible. Por eso, a menudo, proclamo que hace falta relegar la urbanidad en el debate, pues su adoración ha vuelto imposible una necesidad tan básica como la de insultar al adversario. Concuerdo con los que desestiman la bofetada en cuanto argumento válido; empero, tanto dicterios como burlas deben ser precautelados de todo desprestigio. Le sugiero que se abstenga de sermonearme sobre las discusiones democráticas, porque esta exquisitez no es practicable mientras la estupidez subyugue a los demás. Teniendo en cuenta lo anterior, recomiendo premiar al que, abandonando el protocolo, le dice a uno por qué juzga imbéciles sus proposiciones. Esa declaración me parece más fructífera que, aunque estén precedidos del correspondiente permiso para hablar, los elogios perpetrados entre fariseos de la actualidad.
Ahora bien, previendo confusiones que sean inseminadas por seres de patética inteligencia, es pertinente dilucidar el asunto. Pasa que, aun cuando alabo la obstinación, no lo hago si se trata de quienes defienden tonterías o se inmolan por cualquier simpleza. Resalto que esta especie de mártires no me conmueve. No respeto a los sujetos que cometen la majadería de anhelar una muerte romántica, un final gracias al cual sus congéneres puedan comprobar el fervor sentido por doctrinas, teoremas, aforismos, lemas. Ningún planteamiento demuestra su contundencia merced a las vírgenes que le han sido ofrecidas; no obstante, la situación es negativamente mayor cuando nos referimos a simples varones, desquiciados e impuros, dispuestos al suicidio para encumbrar un concepto cualquiera. Por ello, sin excepción, esa pertinacia me resulta insoportable. Cambiar esta vida por la vigencia de un pensamiento denota, en general, una patología severa. Mi resguardo no busca estimular a esas personas, cuyo destino suele ser evitable, sino respaldar al que vive disidiendo, probando su existencia mediante ataques, orgullos, terquedades. Si la muerte acaba con nuestra libertad de elegir, facultad esencial entre los hombres, facilitar su llegada es un despropósito. No hay testarudez alguna que se haga efectiva fuera de este mundo; es acá, lugar inescrutable pero único, donde tiene sentido librar la contienda. Quienquiera ostentar esa cualidad debe afianzar primero su gusto por la aventura de vivir.
Reconozco que la mediocridad ha expandido sus horizontes. No es necesario moderar las consecuencias de mi lozana miopía para mirar a los que se regocijan en su estulticia y medran sin lentitud ni escrúpulos. El ideal de la excelencia, estimado por una minoría decreciente, no es agasajado en muchos sitios; sólo mencionar esa palabra desata recelos que piden sancionar a sus perseguidores. Según la opinión dominante, insistir en aquel perfeccionamiento constituye una labor privada de utilidad, un absoluto disparate. Aparecen así, con una fuerza que no tiene parangón, las evidencias del provecho de sumarse a ellos, suscitando tentaciones e inhibiendo nuestra rebeldía. Entendamos que la docilidad es una condición requerida para formar parte de casi todos esos grupos; compartir su pasión por lo ordinario, entonces, ordena desatender tenacidades ligadas al progreso del individuo. El reto está en no aceptar los intercambios que se nos ofrezcan con el objeto de lograr nuevas claudicaciones. No cabe duda de que, pese a su alteza, esta conducta puede implicar diversas molestias, por lo cual la valentía se torna imprescindible. Sepa usted que salir ileso de un enfrentamiento como ése no es algo normal. Mas ni siquiera los aislamientos de profunda eficacia tienen que hacernos suavizar posturas, realizar abjuraciones, renunciar a la singularidad, aunque se nos presagie un futuro desértico.
Es incuestionable que, si bien con desigual fuerza, la corrupción ha conseguido ampliar su reino en las sociedades contemporáneas. Desde la infancia, incitados por los ejemplos de quienes siguen esa inmoral senda, muchos empiezan a sentirse cómodos en un país donde las reglas son violadas, aplaudidos los destrozos del embaucador e injuriado quien demanda terminar con estas perversiones. A diario, por doquier, se puede comprobar cuán poco sorprendente resulta el hecho de sobornar a un funcionario público, así sean suplicadas diligencias que deberían proporcionarse sin recibir ningún incentivo. Proponer que se corrijan esas fechorías es visto como una expresión de ingenuidad; por ende, los consejos giran en torno a dejar estas lindezas para no enfrentar problemas ciclópeos. Se sugiere adaptarnos a un ambiente que no quiere cambios, sino halagos; nos piden sumarnos al festín, perseguir allí nuestra gloria, despreocuparnos de la decadencia y ser éticamente flexibles. Por supuesto, teniendo un adarme de dignidad, debemos desechar todas esas recomendaciones, puesto que nada justifica una transacción con la indecencia. Es probable que esta línea no sea rentable, peor aún si posee rigurosidad; sin embargo, no encuentro otra manera de obrar conforme a mis creencias. Estoy convencido de que mi conciencia me agradece la gentileza. Acaso el deseo de influir en las decisiones ajenas funde también esta cruzada, haciéndome posible responder aquella desgarradora pregunta que lanza Fernando Vallejo: «¿Para qué me sirve la honradez en este mundo de corruptos?».
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Nota pictórica. Bonaparte en el puente de Arcole fue pintado por Antoine-Jean Gros (1771-1835).
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