Si no tenéis argumentos válidos a favor de lo que consideráis «buena» conducta, lo que falla es vuestra concepción de lo bueno.
Bertrand Russell
En la ética, el gran debate tiene que ver con saber cómo determinar si una conducta es buena o mala. Tal vez sea el conocimiento más relevante, apreciable, imperioso entre los hombres que no viven dominados por la indiferencia. Además, es sabido que, para lograr una convivencia pacífica, las personas necesitan ponerse de acuerdo en ciertas reglas, normas acerca de lo deseable y reprochable dentro del grupo al cual pertenecen. Ello quiere decir que, tanto individual como colectivamente, la valoración del comportamiento resulta primordial. En consecuencia, hallar criterios permitidores de su realización es inexcusable, más aún cuando uno decide pensar por sí mismo. No obstante, declaro que intento encontrar ese parámetro en el ámbito personal; los juicios compartidos por una comunidad me interesan sólo como adopción de posturas singulares. Llamando ética al ejercicio de la libertad que hace un individuo para tener una buena vida, no es ocioso preguntarse sobre cómo efectuamos ese acto. Sé que las creencias religiosas pueden llevarnos a desdeñar el asunto, pues sus instrucciones contendrían respuestas definitivas; sin embargo, aun siendo creyentes, vale la pena buscar otras alegaciones porque la sociedad exigirá, en algún momento, convencer a quien no cuenta con ninguna devoción por lo divino.
Cuando un acto es considerado superior a otros, no queda más que obrar según esa convicción. Es que tal proceder ya no puede ser visto como simple opción, sino en cuanto deber. No es posible hablar de una ética sin órdenes o prohibiciones, compuesta únicamente por apreciaciones sobre nuestro comportamiento. La imperatividad se presenta en cada instante que, procurando beneficiarnos, decidimos actuar de un modo específico, obligándonos a responder por sus secuelas. Pero no se trata de un mandamiento impuesto por el exterior ni carente del menor sentido; si éste fuera el caso, yo celebraría su desobediencia. La fuente de los mayores preceptos se halla en nuestra conciencia, lugar desde donde se convalidan las demás regulaciones. Somos legisladores, mas también hay que aspirar a ser ejecutores virtuosos, coherentes, mostrando las coincidencias entre pensamiento y acción. Aclaro que la propuesta de cumplir un imperativo por el único hecho de poseer esa condición, quitándole cualquier utilidad relacionada con su eficacia, no me parece atendible. Toda norma es elaborada para conseguir alguna cosa que depende de su acato; al no tener ningún objeto final, nada impide concebirla como una restricción fácilmente rechazable. Así como tórnase necesario saber cuáles son las bases de una conclusión, si se persigue nuestra participación, conocer y aceptar el fin del deber es básico. Esto explica que apoye a Fernando Savater cuando escribe: «Suponer que el deber es el núcleo central del propósito ético es contemplar con ojos de esclavo, o por lo menos de funcionario, la tarea de la libertad».
Estoy seguro de que la consecución del placer es un hecho encomiable. Siguiendo la tradición que inició Epicuro, modulada luego por el utilitarismo, pienso en los deleites como experimentaciones individuales de lo bueno. Mientras no se llegue a los excesos, pues éstos instituyen pasiones que terminan con nuestra libertad interior, la persecución del goce posibilita el establecimiento de máximas morales. En este sentido, constreñir a privarse del agrado que causan variadas actividades, físicas y mentales, es ignorar cuestiones elementales de la especie humana. Esa complacencia que sentimos cuando realizamos algo es un indicio, quizá demostración contundente, de una conducta éticamente correcta. No creo que sea conveniente vetar las atenciones generadas por una reacción tan natural como la del placer, pero hacerlo a fin de privilegiar el dolor, aunque éste dure poco, se constituye en un absurdo. La existencia está llena de congojas, amarguras e infortunios que quieren abrumarnos. Admito que los padecimientos pueden ser aprovechados hasta en el medio artístico; empero, su enaltecimiento es reprobable. Aun cuando nadie esté libre de afrontar situaciones dolorosas, encuentro comprensible que ello no sea pretendido por ningún sujeto. Lo normal es que esas penalidades advengan sin ser convocadas por nosotros, porque la tendencia es evitarlas, sortear acontecimientos lóbregos, eludir la cercanía con cualquier germen de pesadumbre.
Sostengo que la búsqueda de los gozos ofrecidos por esta vida no debe ser inescrupulosa. Aparte del placer, la simpatía nos indica cómo actuar si queremos hacerlo bien. Partiendo del juicio trabajado por David Hume y Adam Smith, doy a ese vocablo un significado más amplio, mezclado con el de compasión, lástima, benevolencia, incluso caridad. Allí está el mayor obstáculo para incidir en un exceso hedónico que, justificándose entretanto haya soledad, puede perjudicar el trato con los demás. Una de sus ideas cardinales es prohibir el acceso al júbilo gracias a los tormentos del semejante que percibimos en derredor. Hallo dable abominar del canibalismo, la humillación y las opresiones en virtud de este principio. Opino que, hasta cuando existe un maltratamiento consentido, no es adecuado incentivar esas prácticas; al contrario, exponiendo cuán aberrantes resultan, la meta sería su rectificación. Ceñirnos a respetar la esfera privada del prójimo es insuficiente; no insinúo paternalismos, sino un auxilio que, de no poder abatirlas, haga llevaderas las adversidades. Siento que, dimanando de una realidad palpablemente injusta, el socorro requerido por alguien debe recibir nuestras mejores atenciones. Con tal de que no sea una obligación externa, colaborar a quien lo haya solicitado, de manera expresa o tácita, en un momento lúgubre puede no ser placentero, mas lo estimo acertado porque también nos hace sentirnos bien. Aliviar un malestar, al igual que compartir una alegría, tiene aun el mérito de proporcionar sentido a la existencia del que no le reconoce orientación alguna.
Nota pictórica. El niño del chaleco rojo (1888-1890) es una creación que fue consumada Paul Cézanne.
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