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Instigación a la rebeldía

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El hombre es el único animal capaz de rebelarse contra los dictados instintivos de su especie para seguir su propia inclinación.

Mariano Grondona

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Ésta es una época en que se necesitan personas dispuestas a ejercitar el cerebro, pensar autónomamente, criticar necedades y resistir cualquier contacto con los señoríos de la mediocridad. Es cierto que, durante todos los tiempos conocidos por el hombre, quienes procuraron hallar la verdad no fueron tratados siempre de forma digna, cordial, siquiera decente; al contrario, a menudo, esas empresas recibieron un desprecio tan mayoritario cuanto radical. Según parece, la excepción es preguntarse sobre los fundamentos de creencias, dogmas e instituciones que constituyan el orden vigente, pues incontables sujetos prefieren esquivar esas cavilaciones, aunque ello signifique convalidar patrañas del pasado. No debe presumirse que los cuestionamientos conllevan, sin falta, la destrucción del conjunto de certidumbres acumuladas por un individuo: si bien algunas ideas caerán debido a su vacuidad, hay otras que se mantendrán firmes porque tienen una base convincente. Así, existen casos en los que, como enseña José Ortega y Gasset, basta «renovar las razones de nuestra certeza», es decir, ratificar el ideario merced a exámenes periódicos; no obstante, se presentarán también circunstancias en las cuales cabe sólo un nuevo comienzo. Siendo elevado el riesgo de consumar retractaciones, la temeridad es una condición indispensable para que nuestra evolución pueda ejecutarse.

Los criterios consagrados por la sociedad para evaluar planteos, conductas u observaciones tienen que perder autoridad, ser degradados hasta cuando uno acepte su valía. Cada individuo es el que debe concluir si comparte las opiniones precedentes, resultando execrable la sola referencia de maestros, escuelas, universidades, partidos, gremios, etcétera. Tratándose del arte de vivir, yo soy quien corroborará los esclarecimientos que la comunidad estima notorios; la filosofía, agitadora incomparable, viabilizará esta clase de dictámenes porque me suministra los medios requeridos para encontrar mi propio rumbo. La tarea es monumental, ya que pide hacernos cargo del sustento de nuestra existencia, mas nunca será inevitable: aun cuando podamos seguir este camino heroico, sus rigores pueden eludirse gracias al gregarismo. Millones de seres humanos han agotado la vida sin preocuparse por estas cuestiones. Ellos se limitaron a tomar como suyo el código que otros habían creado, sin importar sus contradicciones, por lo cual conservaron una sujeción merecedora de ultrajes. Empero, con regularidad, esas personas son quienes tienen la fuerza suficiente para glorificar verdades y sancionar al que, cansado del alarido, no les dé el gusto de renovar su eco. Estoy seguro de que ese silencio singular puede dar pie a un excepcional concierto, el único en donde las voces valgan por sí mismas.

El mortal que se caracterice por la criticidad está condenado a una perenne insatisfacción. Lejos de atemorizar, ese destino es bienvenido, pues únicamente guarda coherencia con el progreso incesante que se persigue, cuyo cometido está plagado de vacilaciones en cuanto a las obras efectuadas. No se trata de un descontento que revela modestias artificiosas; sus impugnaciones responden a la confianza en el perfeccionamiento del hombre. Jamás será grato asumir la misión de pedir al semejante un esfuerzo adicional, una enmienda que le ayude a terminar con los yerros, pero se lo hace porque nuestra esencia exige su realización. Afirmo esto porque siento que la obsesión por no perturbar el sosiego de los demás, acaso perder su afecto, ha deteriorado nuestra convivencia: la nutritiva franqueza fue cambiada por una hipocresía nada edificante. Es probable que, si existe algún altruismo beneficioso, éste brote al momento de dar a conocer las falencias identificadas en el congénere. Tal vez pasar del diálogo a la discusión, por efecto de las deficiencias expuestas, deba ser considerado como el mayor logro. La finalidad es conseguir que, aun por amor propio, ese otro sujeto resuelva acompañarnos en esta búsqueda de respuestas, multiplicando los interrogantes, ayudando a derrumbar oráculos.

Una reprobación ética no debe permanecer cautiva en el dormitorio, alejada del lugar donde sus utilidades puedan advertirse. Pese a las predecibles frustraciones, estoy obligado a promover aquellos cambios que hagan posible la disminución del sufrimiento humano. Sucede que, mientras nadie denuncie las injusticias y trabaje para obtener su desaparición, éstas continuarán vinculadas a la cotidianeidad. Ninguna torre de marfil impide divisar opresiones que indignan a quien, aleccionado por Kant, concibe al hombre como fin en sí mismo; su percepción es habitual cuando uno decide combatirlas desde la profunda intimidad. Esto hace que nuestro mandato capital sea el de difundir su presencia e incitar al prójimo a levantarse contra todo absolutismo. En consecuencia, habiendo tomado conciencia de que la realidad no es sublime, me queda perseguir una transformación, buscar un escenario compatible con nuestras inclinaciones. Debemos esperar que la imbecilidad no sea todavía una pandemia incurable, por lo cual resulte factible su reversión en determinados mortales. No pretendo lo anterior para intentar socorrer a la humanidad, abstracción que relegó acertadamente Unamuno, sino con el objetivo de salvar al individuo. Creo que lo venidero agradecerá la propagación de mentes subversivas; al menos, entretanto continúen apareciendo, el horizonte no estará regido por una tediosa monotonía.

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Nota pictórica. Duelo a garrotazos es una creación que Goya produjo entre 1820 y 1823.

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