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Si cuanto dejé escrito en el libro de los viajeros puede, releído un día por otros, entretenerlos también en la travesía, estará bien. Si no lo leyeran ni los entretuviera, estará bien de todos modos.
Fernando Pessoa
Al dialogar con Enrique Krauze y Octavio Paz en 1982, Robert Nozick habló acerca de la tradición coercitiva que, desde el surgimiento del pensamiento occidental, habría caracterizado a los filósofos. En su criterio, los razonadores se preocuparon por imponer opiniones, exigir la aceptación de ideas que consideraban válidas, buscar una supremacía intelectual: pretendieron entronizar sus especulaciones. Con este fin, ellos adujeron una objetividad que aureolaba las distintas enseñanzas, volviendo innecesaria cualquier duda en torno a la existencia de tal atributo. El deseo de asentar las concepciones personales en la mente del prójimo habría sido, entonces, fundamental para dedicarse a esos menesteres. Recordemos que, hasta ahora, muchos sujetos han anunciado el hallazgo de verdades terminantes, por lo cual ambicionaron un reconocimiento general e inmediato. Parece natural tener este tipo de aspiraciones porque, cuando el trabajo ha sido auténtico, uno espera que sus descubrimientos sean valorados. Incluso es posible notar este anhelo entre quienes se creen altruistas, pues, dado que el conocimiento de la verdad ayuda al semejante, su encuentro debe propalarse sin restricciones; ciertamente, un regalo como ése no merece descréditos, sino tan sólo idolatrías. En suma, seguro de haber alcanzado la cima, el filósofo se habituó a reclamar sumisiones.
Nozick, valedor de la libertad, rechaza el planteamiento precedente porque entiende que nadie debe ser forzado a coincidir con nuestras conclusiones. Es inadmisible que se demande aceptar ciertos argumentos bajo amenaza de expulsiones del mundo racional, el cual sería conocido siguiendo esa única vía. Pese al número de fanáticos que consiga procrear una doctrina, ésta será respetable mientras cualquiera pueda examinar sus bases, revisar postulados, ratificar afiliaciones. Si quiere que los demás aprueben sus convicciones, un autor debe ceñirse a explicar cómo es que éstas pueden existir, exponiendo premisas y ventilando conjeturas, pero sin emplear ninguna clase de coerción. El pensador tiene que ver sus ideas como una obra capaz de ser apreciada por los individuos, evitando reprobar a quien no le conmuevan. El mérito de que nuestro parecer sea realzado por su veracidad, total o parcial, puede juzgarse legítimo cuando las personas han decidido libremente apoyarlo. La inobservancia de todo esto no permite sino fundar sectas. En definitiva, este modo de filosofar acaba con el autoritarismo del púlpito, posibilitando un escenario donde las deliberaciones son más provechosas. Por lo tanto, atendiendo a las razones ya indicadas, los filósofos deberían dar explicaciones, entonadas con el mejor ánimo, en lugar de imponer supuestos que ansían tener predicadores.
Aun cuando el gusto por la explicación filosófica pueda ser calificado de óptimo en las sociedades abiertas, es oportuno destacar otra idea que pertenece a James Allen, autor del volumen Como un hombre piensa en su corazón, así es él. Situado en los antípodas de quienes pontifican, este literato escribió que dicho libro presentaba «sugerencias más que explicaciones». La precisión dista mucho de ser baladí. Pasa que, del mismo modo que los gritos no contribuyen a la contundencia de un alegato, imponer una mentecatería es inútil para otorgarle sensatez. La obediencia de mandatos puede no expresar una conformidad plena con el que los expide; a veces, reconocer aciertos en las otras personas denota temor, prudencia o flojedad. Además, procediendo de esa manera, jamás sabremos cuándo hay hipocresía entre los que se declaran complacidos por nuestros preceptos. Un estilo antagónico es el de la sugerencia. En efecto, aquél que sugiere la consideración de sus ideas no acomete apuntalar ascendientes morales; se siente satisfecho con proponer, apenas aconsejar una conducta o pensamiento determinado. Él sabe que sus nociones son atinadas, mas no le inquieta privarlas de la menor vanagloria. No se desconoce que realiza también explicaciones, pues ésta es la forma de persuadir seriamente al interlocutor. El punto es que la insinuación de adoptar un convencimiento ajeno refleja seguridad respecto a las capacidades humanas, soslayando prejuicios y favoreciendo nuestras interrelaciones.
En tanto que las explicaciones son siempre vitales, algunos campos pueden admitir sugerencias y repeler imposiciones, o viceversa. La ética, por ejemplo, es un terreno en el que resulta ideal proponer conductas, inspirar convicciones, ofrecer alternativas para comprender la realidad. Lo contrario sucede cuando analizamos la cuestión desde el punto de vista del Derecho. Ello es evidente porque las normas jurídicas tienen validez al margen de ser aprobadas por el ciudadano llamado a obedecerlas; manifestada la voluntad del legislador, mientras se hayan cumplido las formalidades, al individuo le queda solamente su observancia. Ocurre que, para ser acatadas, estas órdenes no necesitan convencer sobre sus beneficios: es suficiente recurrir al amparo de una investidura, siquiera transitoria, si se persigue imponer dictados. Llevada al extremo, esta relegación de la opinión individual origina problemas que, aunque suene paradójico, vuelven obligatorio rebelarse contra cualesquier órdenes. No obstante, una situación libertaria como ésta es preferible a pesadillas totalitarias que desencadena el frenesí de los imperativos. Así las cosas, yo sugiero que los hombres se decanten por consentir, cada vez menos, la regulación externa de su vida, pero explicando cuáles son sus razones para hacerlo. Quizá la excepcionalidad del mandato sea el principal objetivo de los que quieren abolir las servidumbres.
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Nota pictórica. Patriotas franceses cantan La Marsellesa (1800) es una obra que pertenece a Rouget de Lisle.
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