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La perseverante negación del error

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Es cierto que podemos pensar originariamente; pero también lo es que nunca estamos en el comienzo.

Karl Jaspers

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Como partidario del escepticismo, critico que las verdades sean aceptadas sin titubeos de ninguna clase. Incluso las proposiciones que, por su longevidad, aparentan tener mayor consistencia deben ser analizadas, así sea para confirmar bondades atribuidas durante varios siglos. Con esta finalidad, la duda es nuestra mejor herramienta porque, descartando lo que no logra vencerla, accedemos a nociones capaces de permitir un engrandecimiento intelectual. Ahora bien, acogidas las nuevas premisas, la vacilación da paso a una defensa regia de sus cualidades, admitiéndose un retroceso solamente cuando hay argumentos convincentes para ello; en caso contrario, el amparo tiene que caracterizarse por la inflexibilidad. Esto significa que, respecto a los conceptos ya forjados bajo esa modalidad, la revisión es factible, pero asimismo extraordinaria, pues no cualquier alegación puede generarla. Mientras no haya desconfianza sobre sus fundamentos, uno tiene derecho a vocear las opiniones que posea, obligándose al patrocinio más impetuoso si el rebatimiento de éstas pone en riesgo la libertad.

Sin embargo, merced a un aprendizaje que no estuvo exento de sangre, los individuos pueden actualmente reconocer ideas retrógradas, siniestras, creadoras del peor ambiente, con lo cual se evitarían repeticiones contraproducentes. Los milenios que tiene la civilización merecen respeto: sus hechos han servido para mejorar nuestra convivencia, erigiendo instituciones y ratificando una determinada escala de valores, mas también posibilitaron corregir equivocaciones. Desde luego, siendo la falibilidad una de las características humanas, el conocimiento del error perpetrado en el pasado tiene un beneficio indiscutible, porque, previendo su nocividad, eludimos los sufrimientos que causa un desatino. Esto equivale a decir que, al menos en los temas esenciales de la organización social, las adversidades experimentadas por quienes nos precedieron en este planeta dejan saber cuál es el camino a seguir. No es que el trayecto haya sido fijado para siempre, pues las controversias sobre transformaciones nunca serán resistidas; el enunciado exige repeler itinerarios fallidos, cuyo derrotero nos aleja del desarrollo e impide, por ende, optimizar la sociedad.

No es posible hablar de progreso mientras un individuo persista en recorrer el sendero del que, debido a su letalidad, se apartaron los congéneres. Empero, aunque resulte increíble, hay personas decididas a objetar las conclusiones expuestas por los historiógrafos más eminentes, desoír al numeroso grupo de pensadores que han intentado esclarecer diversas cuestiones. El interés de resucitar doctrinas que no fueron benignas, sino dañinas y embrutecedoras, mueve a estos sujetos; consecuentemente, al observar la realidad, rescatan algo sólo si ello afianza el credo, espabila su ensueño. Las pruebas que desnudan lo absurdo de sus planteos son relegadas. La situación se agrava cuando ellos integran colectividades; no importa que millones de seres humanos les hagan saber, desde la otra vida, cuántos padecimientos trae consigo ese plan: hasta los osarios pueden ser obviados con facilidad. Ningún fracaso anterior cuenta; el mundo ha empezado de nuevo, por lo que se refresca la ilusión del cambio. Como pasó antes, se perseguirá la modificación de todo aquello que sea necesario para demostrar la veracidad del evangelio ideológico.

Es sabido que las agrupaciones de fanáticos multiplican los perjuicios producidos por un adicto al dogma. Existen pocas alternativas cuando se lidia con ellos en el ámbito político; como su deseo de inaugurar una época victoriosa es intransigente, la reacción debe tener el mismo rigor. La tenacidad es una virtud entretanto se actúe conforme a principios que, por centurias, han probado ser útiles, fructíferos e imperiosos para nuestra coexistencia; no obstante, si apoya propuestas desestimadas precedentemente, alentando inacabables tentativas de realización, procrea utopistas resueltos a inmolarse por el triunfo del ideario sobre la realidad. Frente a ellos, agotado el intercambio de monólogos, es menester explotar un radicalismo que les niegue cualquier acierto, recurriendo, por enésima vez, al pasado para explicar las boberías del presente. Si bien somos libres de buscar verdades y sugerir reformas, esta pretensión ha sido compartida por innumerables mortales, a los que no podemos secundar en sus fallos, peor aún cuando éstos centuplicaron las desgracias del hombre.

Nota pictórica. Sátira del suicidio romántico (1839) pertenece a Leonardo de Alenza.

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