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El rigor del desencuentro entre la literatura y los dictadores contemporáneos me ha llevado a pensar en las razones que pueden ser esgrimidas, aunque sea precariamente, para justificar el hábito de redactar críticas antigubernamentales. Discurro acerca de esto porque, verificado el aumento de oficialistas, uno vacila sobre la utilidad contenida en sus textos. Como se sabe, las disquisiciones puestas por escrito han tenido el poder de abonar insurrecciones, abolir credos, mejorar las sociedades humanas; en consecuencia, sus creadores probaron que esos ejercicios del intelecto son provechosos. Desde luego, los escritores que condenan las tonterías, desaguisados e insensateces del gobernante reciben variadas atenciones: si no se quiere lidiar con frustraciones oceánicas, debe aceptarse que pocos emularán a Voltaire, Sartre, Russell, Paz o Vargas Llosa. Pese a ello, contemplando una fotografía del genial Unamuno, procuro explicarme por qué persisto en esta clase de actividades.
Yo declaro que, aun cuando se trata de temas políticos, la vanidad está presente al iniciar cualquier composición. El deseo de ser elogiado o, por lo menos, dejar cavilando a un sujeto que resolvió leerme crece mientras elaboro cada párrafo. Cabe aclarar que no tengo aspiraciones hiperbólicas, ansias de reconocimiento plebeyo; en este asunto, el alborozo adviene si un ciudadano ilustrado considera mis proposiciones indignas del bostezo. Aprecio esta secuela porque, como no ambiciono fallecer con numerosos manuscritos que deban editar mis deudos (quienes lo harían para evitar molestias de ultratumba), encuentro inconcebible la falta de publicación. Es que uno debe recurrir a cualesquier medios para hacer conocer esa idea, ese razonamiento capaz de provocar al semejante y corroborar nuestra destreza. Así, el afán de suscitar encomios se mantiene firme durante la creación literaria, pero flanqueado siempre por las ganas de influir en el comportamiento ajeno.
Hace muchos años, subyugado por la pesadumbre que lo acechó a menudo, Alcides Arguedas dijo: «El escritor de vocación gasta su vida entera sobre los libros, y, cuando los produce, apenas alcanza a pagarse con la ganancia el barato vicio del tabaco…». Rememoro el aserto porque soy consciente de cuán difícil es vivir gracias a las faenas estrictamente intelectuales. Son escasos los meditadores que pueden escribir sin experimentar angustias económicas; en general, estas labores se realizan con el patrocinio de otras tareas. No hay, pues, móvil pecuniario que impulse mi escritura. Esto no significa que lo único importante sea la remuneración; si amparara esa tesis, me dedicaría a confeccionar libros de autoayuda o hagiografías izquierdistas. El punto es que, aunque no tenga dicho interés, una contraprestación como ésa sirve para incentivar el uso de la crítica, bien preciado en estos tiempos bárbaros. Por desgracia, la sindicación de percibir un salario del Imperio estadounidense y los latifundistas es una mentira completa.
Teniendo en cuenta lo que sucede hogaño, sería estúpido destacar la eficacia de los escritos forjados para desacreditar al Gobierno. No dudo de las felicitaciones y exiguos gajes que habrán generado a sus autores; me refiero al efecto entre los ciudadanos. Es probable que sólo algunas personas hayan revisado su posición como consecuencia de un ensayo proveniente del bloque opositor. Con todo, vale la pena persistir en el cumplimiento de esta misión, mantenerse impasibles ante las decepciones electorales. Este presente puede ser lastimero, mas queda el alivio de que tuvimos la razón y decidimos pregonarla por escrito. Porque, dentro del lance con el oficialismo, cualquier partidario de la libertad individual hallará en nuestros párrafos el mismo espíritu que ha estimulado históricamente a quien se levanta contra las infamias. Actuar motivado por esa esperanza es defendible, acaso suficiente para fundar estas nimiedades.
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