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Filosofía de la irreverencia

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Hay un coraje solitario que pocos pensadores
conocieron: osar ciertos pensamientos.
Franz Tamayo


Con fruición, he leído cada línea de Ícaro (La Paz: Plural 2008), la nueva obra que Roberto Barbery Anaya escribió mientras se caía del tiempo
[1]. El volumen contiene reflexiones filosóficas que, adoptando el aforismo, las formas ensayísticas o aun incidiendo en la poesía, provocan a quien gusta de rebelarse contra los lugares comunes, preconizar su singularidad mediante un rechazo axiomático al idiotismo y la ovación plebeya. Las páginas que componen el título consolidan a su autor en la zona donde, a partir de los sofistas, han habitado solamente pensadores insumisos, seres cuya disconformidad agobia cualquier expresión del oscurantismo.

El libro se halla dividido en tres partes principales. Cada sección discurre sobre una veta que, para gozo del pensamiento crítico, Roberto ha decidido explotar. Antes de abreviar las características que poseen sus distintas fracciones, no es ocioso realzar la escogencia del título, pues revela esa inclinación sentida por el autor hacia un valor específico e irreconciliable con dogmas o rigurosidades eclesiásticas -tal vez sus mayores contendientes-: la libertad individual. Ciertamente, aquella propugnación libertaria que reconoce al existencialismo como tórrido baluarte halla en él a un valedor de lujo. Al igual que el vástago del ingenioso Dédalo, Barbery Anaya desafía temerariamente los límites marcados por convencionalismos y mistificaciones intelectuales, escapando de la medianía en busca del cénit. Esta conducta deja su impronta cuando dice: «Lo convencional puede ser un sistema de seguridad o una cárcel. Para el hombre gregario, un sistema de seguridad; para el hombre singular, una cárcel…»
[2]. Por fortuna, su caso es el segundo.

El primer apartado se relaciona con una figura mítica que simboliza, de manera simultánea, la insurrección y un veraz altruismo: Prometeo. Es sabido que este titán fue penalizado por entregar al Hombre el fuego de los dioses, concediéndole así la lucidez requerida para ejercer todas las artes, obrar autónomamente, incluso cuestionar órdenes divinas. Ese alborotador filantrópico trastornó la dominación del Olimpo, por lo cual merece nuestro auxilio; sus palabras, según Esquilo, lo evidencian sin borrosidades: «Ruega, reverencia, adula siempre al que manda. Para mí Zeus menos que nada me importa»
[3]. La finalización de los ataques diarios del águila que le roía el hígado adviene junto con su desencadenamiento, hazaña perpetrada por Barbery Anaya en retribución a sus osadías[4].

La sublimación de lo inescrutable motiva las fisuras del segundo capítulo. En efecto, bajo el epígrafe «Hijos de Dios» se leen construcciones intelectuales que repudian preponderantemente los dictámenes del hado, la catequesis y sus emulaciones seculares. Las cuitas de tono hierático no son consentidas ni examinadas con indulgencia. Ningún suplicio que haya sido exaltado merced a embustes liberticidas se mantiene ileso; nada parece sustentar su vigencia, ni siquiera certidumbres ligadas al orden prometido. Elogiador del mortal que se agita frente a cualquier tentativa de sistematización burocrática, Barbery Anaya pregunta: «¿Hay algo más falso que la sonrisa de alguien que está trabajando?»
[5]. Desde su óptica, la compunción que se advierte, a menudo, en los templos sagrados y administrativos no puede ser una demostración incontrastable de bienestar.

En la tercera fracción del volumen de marras, el autor exterioriza las fuentes que han contribuido a su producción. Friedrich Wilhelm Nietzsche, Jorge Luis Borges y Emile Michel Cioran son ensalzados porque su impenitente subversión mueve aún al meditador que refuta el gregarismo, las vaciedades o los arrogantes preceptos academicistas. Aparece también Albert Camus, puesto que quienes acometieron, tras conocer de sus posturas filosóficas y esplendidez literaria, orientar la existencia sin buscar predestinaciones deben saldar esa deuda de gratitud. Por ello, quizá una sinopsis del pensamiento que anega Ícaro sea cognoscible gracias a esta combinación: «La singularidad de Nietzsche, el universalismo de Borges y la esperanza resignada de Camus…»
[6]. Hasta hoy, como era previsible, esta base triangular ha probado ser útil para soportar las agitaciones decretadas por la modernidad y sus capellanes.

Roberto Barbery Anaya es un filósofo de talante posmodernista, mas con una vena escéptica que lo salva de caer en exclusivismos. Sus dudas no tienen ascendencia cartesiana; recuerdan a Cioran, quien declaró vacilar espontáneamente, lejos del ensimismamiento voluntario que acompañó al forjador de Meditaciones metafísicas. «El auténtico escepticismo no es deliberado; va surgiendo a pesar de uno…»
[7], afirma el autor mientras recorre la misma senda. Conviene acentuar que, como lo patentiza el libro glosado, su ideario no ceja cuando la muchedumbre autoriza ditirambos, celebra el fragor del dogma; actuando a contramano, los mitos con apoyo masivo son preferidos en el bando iconoclasta. Y es que, si me pidieran señalar algo definitorio en un razonador como Roberto, destacaría su irreverente defensa del individuo, la cual no ha dejado de vigorizarse, pese al enfado de las abstracciones contemporáneas.


[1] «El arte es una caída del tiempo; una fuga de las circunstancias, la creación de un nuevo sujeto, efímero, pero nuevo. Una forma singular de conciencia, que se opone a la conciencia gregaria», sostiene la fisura número 148.
[2] F. 111.
[3] Esquilo, «Prometeo encadenado», Tragedias. Buenos Aires: Losada 1964, página 103.
[4] «Zeus no podía tolerar que Prometeo robe la chispa divina del fuego, origen de la inspiración. Hasta los dioses del Olimpo castigan la distracción de no ponerse de rodillas ante la Creación…» (f. 11).
[5] F. 708.
[6] F. 966.
[7] F. 196.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Es raro que haya comprado el libro hace un par de días. No sé por qué, pero había prometido hacerlo hasta antes de finalizar la primera semana de noviembre. Una vez en mis manos, mientras buscaba referencias de algunos autores que menciona R.B.A., me topé con tu comentario.

"Ícaro" permite hacer distintos análisis, diversos porque no hay nada más absurdo que la "uniformidad de los lectores". Tus reflexiones, por tanto, constituyen uno de los enfoques que se pueden tener del volumen. Eso sí, me animo a pensar que pocos comentaristas sentirán el placer intelectual (fundado en las conocidas coincidencias que te relacionan con el autor) que te acompañó durante su elaboración.

Yo me quedo pensando en muchas fisuras. A lo mejor, si la flojera no se presenta, escriba sobre mis impresiones.

Besos.

Mariana F.J.
Anónimo ha dicho que…
Vine a pasarme la tarde en tu espacio. y como siempre, fue un placer. Te percibo mucho mas filosofico que antes. me gusta eso!!.

Estoy contenta...cualquier dia de estos sabras por que.

UN ABRAZOOOOOOOOOOOTE.

Aunque no sea martes....

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