
-
En una sociedad que agasaja principalmente a quien divierte al vulgo, repele cualquier contacto con los libros, atiborra su organismo de alcohol y sublima las hablillas políticas, el prestigio ganado por Roberto Barbery Anaya es desconcertante. Alejados del universo donde moran los lugares comunes, sus razonamientos no repiten la indiferencia producida por otros analizadores. Él jamás hizo recordar al filosofastro que, para evitar mellas patrimoniales, no expele diatribas contra el poder económico, social o gubernativo. Quizá por ello arrobó a muchos telespectadores; al final, los zafios no eran tantos. Las repercusiones de sus comentarios hacen dable impugnar a Oscar Wilde: “Hoy día la gente conoce el precio de todo, pero no sabe el valor de nada”.
El cretinismo del partido gobernante no fue su primer enemigo. Hace algunos lustros, cuando la monotonía de los discursos cruceñistas era bostezante, polemizó con personas que despreciaban toda crítica fabricada conforme a principios lógicos, pues ansiaban tener sólo alabarderos. Era necesario defender las transformaciones jurídico-administrativas sin que la patriotería corrompiera su esencia, salvaguardar ideas elaboradas para mejorar el funcionamiento del Estado, independientemente de los enaltecimientos folclóricos del grupo al cual pretendían aplicársele. Esa contienda la libró con arrojo, desdeñando las acusaciones regionalistas que pedían su confinamiento para sancionar tamaña osadía.
Cuando el hado lo desafió a opinar sobre las tribulaciones del país en una televisora nacional, aceptó hacerlo porque, tras Carlos D. Mesa Gisbert, los noticiarios rebosaban de pamplinas e insipidez. Ejerciendo esta función, Roberto no trocó nunca su estilo para inseminar alabanzas populares; al contrario, recurriendo a la erudición que lo caracteriza, formuló cuestionamientos capaces de trasponer los límites del día, fijar temas destinados a ser evocados durante la siguiente jornada, concebir un mentís a cualesquier sandeces ministeriales. Quitando a memos y orates, estoy seguro de que nadie se atrevería a negar su fidedigna capacidad intelectual.
Pero las reflexiones noticiosas no fueron el único aporte que hizo en la televisión. Cada domingo, Fisuras fue un espacio donde se consideraron, de manera profunda, diversas materias. Aunque suene inverosímil, este programa tuvo la dicha de invocar a numerosos pensadores: Sócrates, Voltaire, Immanuel Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Karl Marx, Martin Heidegger, Paul Celan, John Rawls, Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Emile Michel Cioran, Jürgen Habermas, Toni Negri, Fernando Savater, Tomás Abraham, entre otros. Naturalmente, Jorge Luis Borges recibió un trato privilegiado. El creador de Ficciones originó una conversación con Luis Huáscar Antezana Juárez y dos diálogos en los cuales tuve la suerte de participar. En ambas experiencias, el tiempo fue denostado, porque irrespetamos las fronteras que su solemnidad nos ordena venerar.
Némesis de la idiotez, Roberto ha demostrado reiteradamente que no admite tutelajes ni mandatos sacrosantos. Rememorando a José María Vargas Vila, él prefiere continuar viviendo como librepensador antes que tolerar eventuales castraciones. Y es que, cuando se tiene su tesitura, las adversidades ya no causan ninguna mengua. Esa suerte de ataraxia ineluctable posibilita concluir este último párrafo con una frase del gran Borges que sintetiza nuestra lucha: “Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la especie”.
Comentarios
Enrique, te recuerdo que nos debemos un café. 776-91696.
Rubens