
El lunes 29 de octubre de 1945, en la capital francesa, Jean-Paul Sartre dio una conferencia que dejó patidifusos a los asistentes. Con suma brillantez, este pensador aprovechó la oportunidad para refutar las objeciones que se habían enhestado alrededor de su doctrina. Esa jornada inolvidable, el público escucharía una célebre afirmación: “El existencialismo es un humanismo”.
Hoy, al cumplirse los primeros seis decenios de aquel hecho, quiero rememorar las principales cogitaciones que intentaron devastar a sus críticos. La herrumbre no ha cubierto ninguna parte del ideario, pues, siguiendo las enseñanzas de Rüdiger Bubner, en lo relativo a los pensamientos, no es simplemente la contemporaneidad lo que garantiza su actualidad.
Respecto a ciertas cosas, es una verdad irrefragable que la esencia precede a la existencia; un grupo de fórmulas y cualidades permiten producirlas, al igual que definirlas. En contraste, los humanos comenzamos siendo nada; luego, dependiendo de las decisiones que vayamos tomando, recién nos construimos. Esto significa que el hombre no puede ser definido; tampoco hay algo que pueda llamarse naturaleza humana. Por consiguiente, somos libres de hacernos, mas también responsables del producto ante los demás congéneres.
Frente a una situación específica, preséntanse diversas opciones. En cada elección realizada, nos formamos y creamos la imagen del individuo tal como debe ser. Sintetizando, nuestras decisiones legislan un proceder que, suponemos, sería arquetípico para los semejantes.
Asegurar que los existencialistas se distinguen por la egolatría es una mentecatez. Según esta corriente, el deber de cada uno es conocerse a sí mismo; cuando se logra ese cometido, hallamos la intersubjetividad, desde donde decidimos quiénes somos y quién es el otro (esto porque sin las reacciones del prójimo no sabemos qué somos). El cogito, ergo sum excedería los límites personales hasta encontrar un lugar común que haga posible nuestra proyección.
Reacio a la quiescencia, el activismo es una exigencia medular de Sartre. En los párrafos transcritos del conferenciante se puede leer: “…el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza; por lo tanto, no es otra cosa que el conjunto de sus actos, nada más que su vida”. Cualquier promesa de placeres venturos vale una befa; tonificando un razonamiento kantiano, aconséjase obrar sin esperar contraprestaciones.
El asolamiento de los dogmas deterministas requiere que nuestras acciones, para ser consideradas de buena fe, tengan la búsqueda de la libertad como última significación. Los escudos elaborados con el propósito de menguar la singularidad constituyen una disposición contemporánea; es menester librarnos del aherrojamiento si queremos reconquistar nuestra autenticidad.
Denunciando las adinamias del humanismo clásico, irrumpe una versión existencialista. Ya el hombre no es un fin o valor superior; proyéctase únicamente para llegar a ser algo. Los fulcros de la propuesta son dos, trascendencia y subjetividad; el quid: rebasando las fronteras subjetivas, descubrimos al individuo presente en todo el universo humanal.
En esta época grávida de pretextos sociológicos, antropológicos y astrológicos, esa plena responsabilidad individual por los aciertos e irracionalidades consumadas es un llamado a la cordura.
Publicado por El Deber, 1 de noviembre del año 2005.
Comentarios
Merci por la definición, que me ayuda a autodefinirme más claramente!