
“El título de doctor seduce y fascina como ninguno a la familia provinciana. Ver al hijo de doctor es su más grande ilusión”.
Alcides Arguedas, De cara a la realidad.
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El abogado ha sido históricamente célebre. Hogaño, pese a que algunos profesionistas obran todavía sin motivaciones inmorales, su notoriedad está relacionada con la corrupción. Quizá sea un mal mundial; mas aquí, en vez de atenuarlo, lo hemos fortalecido.
Una parva cantidad de bachilleres eligen la abogacía pensando en suprimir las injusticias. Usualmente, el principal anhelo del futuro jurista es patrocinar gananciosos pleitos, asesorar empresas multinacionales, defender políticos sórdidos o convertirse en un gurdo profesor. Pocos discípulos desean llegar al pináculo científico.
Los desdoros gremiales son conocidos por la masa forense. La mediocridad, que domina a numerosos causídicos, no ha dejado sancionar a quienes incumplen el deber de abogar con rectitud. A veces, la infamia de esos legistas es producto de una macilenta formación universitaria; en otros casos, origínala su adocenado ser.
Titulares del Poder Judicial, fueron incapaces de mantenerlo inmaculado: ministros, vocales, magistrados, consejeros, jueces y fiscales -todos abogados- cedieron ante ilícitos pedimentos. En una cifra abultada, la venalidad ya es connatural.
La profusión de postgrados debería servir para menguar los problemas abogaciles; sin embargo, como casi nadie asume con seriedad su rol estudiantil, las especializaciones sólo ornamentan el currículo. Son pruebas incontrastables de este disparate, los juzgadores que ejercen jurisdicción en una materia distinta de la profundizada cuando hicieron su diplomado o maestría.
El Colegio de Abogados es un ente poco generoso con la sociedad cruceña. La hetiquez institucional impide proponer proyectos legales que solucionen los desórdenes nacionales. Fuera de seminarios, paneles, conferencias y talleres -financiados por sus participantes-, las actividades colegiales no buscan mayores beneficios colectivos. Ufanos de sus campos deportivos, los dirigentes olvidan reforzar la desvaída biblioteca que les pertenece.
Durante la época comicial, las tradicionales prácticas políticas (churrascos, cenas opíparas, organización de campeonatos, fiestas pletóricas de alcohol, adhesivos abigarrados, etcétera) obsérvanse respetuosamente por aquellos humanos que ansían un espacio en el directorio. Los candidatos ofrecen un rimero de privilegios grupales; de éstos, tal como ocurre en otras elecciones, solamente un porcentaje será concretado.
Al escuchar la camelística solución de su conflicto legal, a menudo, los clientes realizan grandes erogaciones. Con un candor inusitado, desconocen que el sedicente defensor únicamente quiere litigar para cobrar sus inmerecidos honorarios. Hay excepciones a esta umbría regla, empero, no son muchas. Por último, esperando un salutífero cambio en el foro local -al que también pertenezco-, quiero remembrar las atildadas palabras de Eduardo J. Couture: “Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que sea abogado”.
Una parva cantidad de bachilleres eligen la abogacía pensando en suprimir las injusticias. Usualmente, el principal anhelo del futuro jurista es patrocinar gananciosos pleitos, asesorar empresas multinacionales, defender políticos sórdidos o convertirse en un gurdo profesor. Pocos discípulos desean llegar al pináculo científico.
Los desdoros gremiales son conocidos por la masa forense. La mediocridad, que domina a numerosos causídicos, no ha dejado sancionar a quienes incumplen el deber de abogar con rectitud. A veces, la infamia de esos legistas es producto de una macilenta formación universitaria; en otros casos, origínala su adocenado ser.
Titulares del Poder Judicial, fueron incapaces de mantenerlo inmaculado: ministros, vocales, magistrados, consejeros, jueces y fiscales -todos abogados- cedieron ante ilícitos pedimentos. En una cifra abultada, la venalidad ya es connatural.
La profusión de postgrados debería servir para menguar los problemas abogaciles; sin embargo, como casi nadie asume con seriedad su rol estudiantil, las especializaciones sólo ornamentan el currículo. Son pruebas incontrastables de este disparate, los juzgadores que ejercen jurisdicción en una materia distinta de la profundizada cuando hicieron su diplomado o maestría.
El Colegio de Abogados es un ente poco generoso con la sociedad cruceña. La hetiquez institucional impide proponer proyectos legales que solucionen los desórdenes nacionales. Fuera de seminarios, paneles, conferencias y talleres -financiados por sus participantes-, las actividades colegiales no buscan mayores beneficios colectivos. Ufanos de sus campos deportivos, los dirigentes olvidan reforzar la desvaída biblioteca que les pertenece.
Durante la época comicial, las tradicionales prácticas políticas (churrascos, cenas opíparas, organización de campeonatos, fiestas pletóricas de alcohol, adhesivos abigarrados, etcétera) obsérvanse respetuosamente por aquellos humanos que ansían un espacio en el directorio. Los candidatos ofrecen un rimero de privilegios grupales; de éstos, tal como ocurre en otras elecciones, solamente un porcentaje será concretado.
Al escuchar la camelística solución de su conflicto legal, a menudo, los clientes realizan grandes erogaciones. Con un candor inusitado, desconocen que el sedicente defensor únicamente quiere litigar para cobrar sus inmerecidos honorarios. Hay excepciones a esta umbría regla, empero, no son muchas. Por último, esperando un salutífero cambio en el foro local -al que también pertenezco-, quiero remembrar las atildadas palabras de Eduardo J. Couture: “Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que sea abogado”.
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