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Los destinos del lector




A veces creo que los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos y singulares que los buenos autores.
Jorge Luis Borges


La muerte suele ser indulgente con quienes absorbe. Los cuestionamientos en torno al difunto pierden fuerza, incluso sensatez, cuando llega la última respiración, cesando funciones y extinguiendo el paso por este mundo. Si esta relajación del espíritu crítico es lo usual entre familiares, así como amistades cercanas, puede presentarse asimismo al examinar a quien, por distintas causas, consideramos importante para nuestro crecimiento. Sin embargo, hay méritos que no pueden ensombrecerse. No pienso únicamente en los individuos que, debido a sus actuaciones, han orientado mis juicios, contribuyendo a la formación de una determinada conciencia ética. Ellos son relevantes, sin lugar a dudas, al igual que los intelectuales, esos mortales dispuestos a trabajar para terminar con el achabacanamiento en política. Sin embargo, me interesa también otro fenómeno. Aludo a una condición que acompañó al ya finado Ricardo Piglia durante su feraz existencia, a saber: la de lector infatigable. Un atributo que su fallecimiento impone para la reflexión.
Las novelas y ensayos de Piglia sirvieron para multiplicar a quienes conforman su especie. Toparse con referencias literarias en sus narraciones, evocando a grandes autores, entre otras vivencias, aumentaba las dichas propias del lector. Porque uno se siente parte de una realidad superior a la del prosaico mundo en que habitamos, con sus limitaciones, fealdades e infamias. Es verdad que hay igualmente motivos para sentirnos satisfechos, experimentando goces tan reales cuanto intensos; empero, los efectos conocidos por un lector no son para nada desdeñables. Gracias a las páginas que finalizamos, la imaginación resulta enriquecida, el ingenio, provocado y, si esto fuese insuficiente, nuestra sensibilidad ante las injusticias se vuelve mayor, como deseaban los humanistas.
Por supuesto, aun cuando las bondades sean varias, sería un absurdo fomentar una suerte de fanatismo literario. No todo en la vida se reduce al acto de leer, peor todavía si el texto fue forjado con fines que son deplorables. Aclaro que, por principio, defiendo la lectura de cualquier libro, incluyendo aquéllos en donde se halla sólo ira, falacias o groseras manipulaciones. El punto es que, si endiosamos al autor, impidiéndonos la posibilidad de considerar otras posiciones, nos convertimos en autómatas ilustrados. Puede reconocerse que consumimos cuantiosos volúmenes, siendo hasta capaces, como Stalin, Pinochet o Castro, de mostrar una biblioteca descomunal; con todo, nuestra condición es engañosa: al renunciar a la diversidad en ese campo, al pensamiento libre e indagador, nos privamos de sus mayores provechos. Pasa que su puesta en práctica debe ser esencialmente un hecho incompatible con toda servidumbre, salvo la de nuestra crítica.
Como es sabido, las lecturas que uno realiza pueden servir para fines eminentemente individuales, hedónicos o edificantes, aunque también con el propósito de fundar infiernos. Los libros sagrados de las religiones son claros ejemplos al respecto. Lo mismo sucede con las obras que, como Mein Kampf o Das Kapital, fueron empleadas para justificar la barbarie. Es cierto que no se puede acusar a sus promotores de fomentar el analfabetismo; no obstante, una política estatal como ésa puede provocar peores consecuencias. Porque lo fundamental no es extenuar la vista en cumplimiento de un deber, memorizando conspiraciones, registrando insultos, sino hacerlo para, con tino y complacencia, vivir los años que nos incumben.

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