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¿El fin del totalitarismo?




Lo cierto es que nos rodean el abuso y la injusticia, que vivimos inmersos en ellos y darse cuenta de esta verdad es lo primero que conviene hacer si queremos cambiarla.
Mario Vargas Llosa


Hace poco más de siete décadas, en abril del año 1945, cuantiosas personas se peleaban por ultrajar un cuerpo que, anteriormente, había merecido su exaltación. No importaba que ya se tratara de un cadáver; Benito Mussolini desencadenaba todavía una furia incontrolable. Había pasado mucho tiempo desde que, con un discurso de índole socialista, ese representante del fascismo conquistó el poder. Multitudes que, al unísono, lo vitoreaban sin experimentar ningún cansancio, demandando hasta mayor violencia en sus actuaciones, habían cambiado de posición. Temiendo un fin similar, capaz de acabar con su habitual glorificación, Adolf Hitler se decantó por el suicidio. Aunque aún vivía Iósif Stalin, se creía que, gracias a la muerte de tales tiranos, cuyas abominaciones son bastante conocidas, terminaba una verdadera calamidad, el totalitarismo.
Es cierto que, actualmente, las enormes atrocidades del nacionalsocialismo no se notan en ninguna parte de la Tierra. No descarto que alguna dictadura oculte la perpetración de barbaridades similares; sin embargo, cabe pensar en una mejora como civilización. En este sentido, ese régimen político que procura el control absoluto de nuestra vida, tanto pública como privada, no tendría la vigencia del pasado. Con todo, ello no implica que la reproducción del fenómeno sea imposible; es más, en mayor o menor medida, nunca faltaron gobernantes con una censurable inclinación por ese derrotero. Esta época no es una excepción. Basta levantar la mirada, reflexionar sobre nuestra realidad y animarse a proclamarlo con claridad. Las tendencias están allí, prestas a crecer si no optamos por contrarrestarlas.
El imperio de la verdad única, por más perjudicial que hubiese resultado en Alemania e Italia, se continúa considerando apetecible en distintos regímenes. Las disconformidades no se toman en cuenta; los hostigamientos, juicios y detenciones de personas que propugnan una idea distinta de la del Gobierno demuestran cuán vigentes son las predilecciones al respecto. Porque, para varias presidencias contemporáneas, el objetivo es fulminar la diversidad partidaria. Así, sus representantes aspiran a liquidar las expresiones de una libertad política que, por sus innegables bondades, no debe provocar sino respeto. Por supuesto, en su criterio, existe un proyecto ideológico, ligado a su banda, que debería regirnos totalmente. Acaso las denuncias en redes sociales y otros medios les siembran escrúpulos que impiden desatar toda su perversidad.
Es verdad que la intolerancia del presente no se refleja en campos de concentración o guetos; no obstante, los exilios y apresamientos evidencian una situación indeseable. Destaco que, como en el pasado, la violencia del régimen se trata de justificar con discursos reveladores de su desprecio por el prójimo. La sutileza no es su común denominador. Se inventan patrañas, como las de confabulaciones terroristas, políticas o cívicas, para terminar con quienes se oponen al enaltecimiento del caudillo. Recurren también a turbas, con o sin uniforme, para garantizar el obedecimiento de sus dictados. Frente a esto, es ilusorio pensar que parlamentarios, jueces, fiscales –todos sometidos al gobernante– nos resguarden. Es innegable que quedan espacios de libertad, gracias a los cuales tenemos instituciones nominalmente republicanas; empero, nos encontramos cada vez más mortificados. Sería una equivocación formidable y peligrosa suponer que, en 1945, la guerra contra esa desgracia finalizó para siempre.

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